Mientras Irán sigue sufriendo extraños “accidentes” y aumentan las especulaciones que apuntan a Israel como principal sospechoso, se acumulan los datos que dan a entender que Estados Unidos se aleja cada vez más de su objetivo; tanto del declarado –obligar a Teherán a volver a negociar un acuerdo nuclear que incluya olvidarse de su programa misilístico y de la injerencia en asuntos internos de sus vecinos–; como del real –derribar el régimen de los ayatolás. Entretanto, China emerge como uno de los principales beneficiarios de los continuos errores de Washington y sus aliados.
Con un trasfondo que se remonta como mínimo a 2010, cuando EEUU e Israel lograron introducir el virus informático Stuxnet en las centrifugadoras iraníes, la guerra cibernética y los sabotajes se han convertido en un frente más del acoso y derribo del régimen iraní, sin olvidar que Teherán también ha ido dotándose de capacidades en este terreno. En esa misma línea hay que añadir el intercambio de acusaciones entre Tel Aviv y Teherán, recrudecido a finales del pasado mes de mayo, cuando se dio a conocer un ataque cibernético contra el sistema de suministro de agua en varias ciudades israelíes, y la inmediata represalia contra Shahid Rajaae, un importante eje económico y marítimo en el sur de Irán por el que transita la mitad de todas las exportaciones e importaciones marítimas iraníes.
Mas recientemente, desde el pasado 26 de junio, se han multiplicado las noticias sobre misteriosos incendios y explosiones en territorio iraní, afectando a refinerías de petróleo, plantas de energía (en Shiraz y Ahwaz) e importantes fábricas y empresas, incluyendo un centro de producción de combustible líquido para misiles balísticos en Khojir, próximo a Parchin, y otro de desarrollo de centrifugadoras de última generación en la central atómica de Natanz. El suceso más reciente ha dejado sin suministro eléctrico a las ciudades de Qods y Garmdareh, donde se localizan al menos dos instalaciones militares subterráneas, una planta vinculada con el programa de armas químicas y otro centro de producción militar. De momento, el régimen iraní ha preferido definirlos todos ellos como accidentes, reconociendo que el que ha afectado a Natanz puede retrasar sustancialmente sus planes de desarrollo y producción de centrifugadoras avanzadas.
Pero mientras se dilucida si todo esto es debido a los fallos de un sistema nacional crecientemente estresado por el impacto de las duras sanciones impuestas por Washington desde mayo de 2018, poniendo a prueba la paciencia de la población y la capacidad de aguante del régimen, ya es bien visible que la estrategia de “máxima presión” estadounidense no solo no está surtiendo efecto, sino que está provocando aún más problemas. Por un lado, ya se ha confirmado el giro ultraconservador en el nuevo parlamento iraní, arruinando las opciones moderadas del presidente Hassan Rohaní, una vez que no solo no ha podido presentar un balance positivo a la población tras el acuerdo de 2015, sino que la situación actual ha vuelto a agravar el malestar diario de los 80 millones de iraníes. Y todavía quedan las elecciones presidenciales previstas para el próximo año, que pueden llevar a un más radical y desestabilizador enrocamiento iraní.
Por otro lado, es igualmente obvio que Irán sigue entrometiéndose en los asuntos de sus vecinos, aunque solo sea por contar con bazas con las que poder responder a quienes buscan su ruina, y continúa avanzando en su programa misilístico, incluyendo el lanzamiento de su primer satélite militar el pasado abril. Esto significa, en otras palabras, que el rumbo adoptado por Donald Trump, dejando de cumplir su compromiso como firmante e imponiendo nuevas sanciones, no mejora lo que el acuerdo de 2015 ya estaba logrando, tal como confirmaba sistemáticamente la Agencia Internacional de la Energía Atómica.
Por último, duramente castigado y convencido ya de la falta de voluntad de la Unión Europea para contrarrestar la presión de Washington en su intento de cerrarle todas las puertas comerciales para vender sus hidrocarburos y recibir inversiones que le permitan modernizar su estructura productiva, Teherán parece dispuesto a lanzarse en brazos de Pekín. Aunque todavía no es oficial, ya el ministerio de exteriores iraní apunta abiertamente a la firma de un acuerdo estratégico con China, el único actor que parece capacitado para resistir el envite estadounidense en el marco de una guerra comercial que apunta al alza. Lo que de momento se ha ido dando a conocer plantea un acuerdo para los próximos 20 años por el que, a cambio de hidrocarburos iraníes, China (que importa unos 10 millones de barriles diarios, equivalente al 75% de sus necesidades de petróleo) acabará desarrollando más de un centenar de proyectos valorados en unos 400.000 millones de dólares en ámbitos que van desde las infraestructuras físicas, al desarrollo de tecnologías de 5G y la ampliación a Irán del sistema de navegación satelital chino, Beidou.
A ese componente comercial e inversor se suma un ambicioso programa de cooperación en el terreno militar, no solo con ejercicios conjuntos y desarrollo y producción de sistemas de armas (contando con que, a partir de octubre, Irán quedará liberado del embargo de armas que le impuso la Resolución 2231 del Consejo de Seguridad), sino también compartiendo inteligencia entre sus diferentes servicios. En definitiva, un giro estratégico, que cuenta con el apoyo del líder supremo, Ali Jamenei, y que, si finalmente recibe la aprobación del parlamento iraní, supone no solo una vía de supervivencia para el régimen iraní, sino un paso decisivo de Pekín en sus aspiraciones de liderazgo global.