Con ocasión de la convocatoria de elecciones para el 24 de septiembre de 2011 para cubrir los 18 escaños de la Cámara Baja abandonados en febrero por al-Wifaq (formación chií moderada) se han producido llamadas a nuevas movilizaciones y los primeros enfrentamientos entre las fuerzas de seguridad y los manifestantes, lo que podría abrir un nuevo ciclo de enfrentamientos en Bahréin. Los anteriores corresponden a febrero, cuando se convocaron las primeras manifestaciones bahreiníes en demanda de reformas políticas y sociales. Coincidían con las movilizaciones de otros países árabes pero también prorrogaban las reivindicaciones expresadas durante las elecciones generales de 2006 y 2010, donde sólo la ingeniería electoral bahreiní permitió que el poder político siguiera en manos de la minoría suní mientras el 65% de la mayoría chií sólo obtuvo el 45% de los escaños. A la discriminación política se añade la exclusión de cargos políticos y administrativos, la desigualdad económica y la represión policial selectiva. La intervención policial y, sobre todo, la militar produjeron unas 40 víctimas que no consiguieron poner fin a las movilizaciones. Ante el estancamiento de la situación, el Primer Ministro Salman al-Qalifa solicitó ayuda a los países del Golfo y a partir del 13 de marzo llegaron a Bahréin unidades militares de los países del Golfo (1.200 soldados sauditas y 600 de los emiratos junto a unidades navales kuwaitíes) para reforzar a las fuerzas locales (unos 13.000 miembros de la Guardia Nacional y de la Policía). La intervención de los países del Golfo, con fuerzas como la Guardia Nacional Saudita adiestradas y equipadas para la seguridad interior permitió al Gobierno bahreiní acabar con las protestas e imponer el estado de emergencia que ha durado hasta el 1 de junio de 2011. Esas fuerzas se han ido retirando progresivamente y el Gobierno ha seguido reforzando sus propias fuerzas reclutando miembros suníes de países como Pakistán o Jordania (la comunidad chií tiene vetado el acceso).
La asistencia militar de los otros cinco países del Consejo de Cooperación del Golfo (Arabia Saudita, Kuwait, Omán, Emiratos Árabes Unidos y Qatar) a Bahréin activando los acuerdos de autodefensa refleja la preocupación de las monarquías del Golfo por la evolución de la situación que amenaza con derribarlas. La estabilidad de Bahréin es crítica para los países árabes del Golfo y para la presencia de la V Flota de los Estados Unidos. Los anteriores han mostrado su apoyo a la monarquía durante la crisis y le han pedido moderación para evitar medidas de fuerza desproporcionadas contra las manifestaciones. Los gobiernos del Golfo ven la mano iraní detrás de las movilizaciones y creen que Irán se apoya en los agravios a las poblaciones chiitas (70% en Bahréin, 20% en Arabia Saudita y 10% en Kuwait) para proyectar su influencia y desestabilizar a los regímenes suníes del Golfo, de la misma forma que ha actuado en Irak, Líbano y Palestina. De momento, no se ha identificado ningún grupo que haga para Irán el mismo juego que Hamás o Hezbolá hacen en otras zonas, pero el futuro inmediato de la seguridad de Bahréin está ligado a la rivalidad suní-chií. La caída de la dinastía Al-Qalifa afectaría a la viabilidad de la dinastía Al-Saud en Arabia Saudita a medio plazo y, a corto plazo, permitiría al irredentismo chiita desestabilizar desde Bahréin la zona noroeste saudita próxima donde se acumular la población chiita y el 10% de las reservas de petróleo mundiales. Esta posibilidad representa una amenaza a los intereses vitales de Arabia Saudita y de los gobiernos actuales del Consejo de Cooperación del Golfo, lo que explica su intervención militar. Estados Unidos cuenta en la isla con una importante base naval y un Acuerdo de Defensa que se debe renovar en octubre de 2011. Todo lo anterior ayuda a explicar el doble rasero aplicado por Estados Unidos, Reino Unido y los países del Golfo en materia de influencia política –sin pedir cambio de régimen ni condenar la represión- o en materia de atención mediática (la escasa información ofrecida no sólo por las grandes cadenas occidentales sino también la catarí al-Yazira) en contraposición al activismo o beligerancia mostrada en países como Libia o, incluso, Siria.
Influencias externas aparte, el régimen bahreiní trata de perpetuarse en contra del cambio demográfico y de los efectos de la primavera árabe. El Gobierno, dirigido por el Primer Ministro y tío del actual Rey Hamad Al-Qalifa, ha ofrecido diálogo, remodelado el gobierno, liberado presos, retirado a las fuerzas armadas y repartido dinero sin lograr disuadir las movilizaciones. Su situación se complica porque las reivindicaciones han pasado de pedir cambios políticos y una monarquía constitucional a pedir el fin de la monarquía y del predominio suní. Dentro del régimen y de la familia al-Qalifa existen sectores duros, encabezados por el Primer Ministro y los ministros de Defensa e Interior, y sectores reformistas liderados por el Príncipe Heredero Salman Bin Hamad que se debaten entre realizar concesiones o evitarlas, ya que con cada concesión que hacen permiten ganar fuerza a quienes aspiran a derribarles. Mientras, la represión continúa y aunque no llega a los extremos libios o sirios, continúan las detenciones arbitrarias, los tribunales especiales, las represalias a los disidentes, la destrucción sectaria de mezquitas chiitas “no autorizadas”, la tortura y otros actos contra los derechos humanos que fomentan el rencor entre las comunidades étnicas y religiosas (para octubre de 2011 se espera el Informe Bussiouni sobre los hechos de febrero). En estas condiciones, la oposición suní y chií se ha ido dividiendo y radicalizando, dificultando la participación en el Diálogo Nacional que se puso en marcha y se estancó en julio sin ningún progreso. Las asociaciones políticas –que no partidos- moderados como el chiita Al Wifaq se ven desbordados por la radicalización de sus bases o los chiitas radicales de al-Haq, mientras que los suníes salafistas de al-Asala y hermano-musulmanes de Minbar desplazan a los suníes independientes. Junto a lo anterior se registra un deterioro progresivo de la economía que no ha conseguido diversificar las fuentes de ingresos (la banca, el turismo y otros sólo generan un tercio de los ingresos) y siguen dependiendo de los ingresos del petróleo –cuyas reservas van menguando- y de los subsidios financieros sauditas.
Tras seis meses donde la intervención militar y la represión policial no han servido para aplicar reformas ni para consolidar al régimen de los al-Qalifa. Las elecciones parciales para el Consejo de Representantes del 24 de septiembre no cambiarán las cosas pero servirán para reactivar las reivindicaciones sociales apagadas por la represión. Las movilizaciones que se han convocado podrían devolver a Bahréin a la situación de febrero y sería necesario reeditar una nueva intervención militar para desasosiego de las monarquías del Golfo y de sus valedores militares occidentales.