Ayer fue en Egipto, apoyando un golpe de Estado que ya se está demostrando que no resuelve los problemas del país del Nilo, y hoy es en Chad, bendiciendo la imposición manu militari de un proceso inconstitucional. Dos simples ejemplos de una contumaz pauta seguida desde hace décadas por Occidente –con aquel sonoro juicio de Roosevelt sobre el dictador Somoza como un punto de arranque contemporáneo, o el de Trump sobre su dictador favorito, Abdelfatah al-Sisi, como su traducción actual–, que consiste en sacralizar la estabilidad como el bien supremo a proteger, sea por la vía que sea.
Una opción –que, obviamente, no es patrimonio exclusivo de las potencias democráticas– que supone subordinar a ese supuesto objetivo superior cualquier otra consideración, sean los derechos humanos, el derecho internacional, el bienestar de la población afectada o la más elemental coherencia de políticas. Y aunque el frecuente uso que de ese cálculo se lleva haciendo desde hace tanto tiempo podría dar a entender lo contrario, el hecho es que no funciona más allá del corto plazo. Un corto plazo histórico que, en cualquier caso, puede resultar demasiado largo para quienes quedan sometidos al arbitrio de un dictador como Idriss Déby, que llegó al poder en 1990 liderando una rebelión contra su predecesor, y que el pasado día 18 encontró la muerte en su enfrentamiento contra las huestes del Frente por la Alternancia y la Concordia en Chad (FACT, por sus siglas en francés). Un dirigente que, a lo largo de estos últimos treinta años, se ha distinguido por su férrea voluntad de poder, su desatención a las necesidades de la ciudadanía y su afán por eliminar cualquier posible disidencia o crítica.
Su ejercicio del poder, en definitiva, más que a los intereses de su propia población servía a los suyos propios y a los de sus padrinos externos, con Francia en lugar destacado. De hecho, París no ha tenido ningún reparo en recurrir a sus propias fuerzas para sacar de apuros a su socio local cada vez que lo ha visto necesario. Desde su independencia en 1960, Chad se ha convertido en un pilar fundamental de la estrategia francesa en la región, desde los tiempos de la Operación Epérvier (para respaldar al dictador Hissène Habré, en 1986), o a su sucesor, Déby, cuatro años más tarde (más las posteriores operaciones de respaldo militar en 2006, 2008 y 2019); hasta llegar a la actualidad en el marco de las operaciones Serval (2013) y Barkhane (2014), y la fuerza G5 Sahel (2014).
Y ahora, tras la muerte de Déby, su hijo, Mahamat Idriss Déby, general exprés de cuatro estrellas, ha dado un golpe de Estado que no solo no ha sido condenado, sino que parece haber sido de facto avalado de inmediato por el presidente francés, Emmanuel Macron, y por el Alto Representante de la UE, Josep Borrell, sentados a su lado en la ceremonia por el funeral del fallecido. Un gesto que no puede ocultar que a Francia se le viene abajo buena parte de su estrategia en la región. Por un lado, porque pone de manifiesto el error al apoyar a un personaje como Khalifa Haftar, en Libia. Por otro, porque el FACT resulta ser un buen aliado de ese mismo Haftar, desde su creación en 2016. Una apuesta, por tanto, por socios escasamente recomendables que, como mínimo, hacen previsible que las fuerzas armadas chadianas vayan a reducir de inmediato su nivel de implicación en el marco del G5 Sahel –donde eran la pieza central del esfuerzo para combatir a los yihadistas en el Sahel occidental–, aunque solo sea porque se verán obligadas a redesplegar parte de sus unidades para atender a la actual inestabilidad en su propio suelo.
Quienes sí parecen rechazar de plano esa acción inconstitucional –que supone la creación de un Consejo Militar de Transición, con 15 altos mandos militares al frente, para gestionar el país durante los próximos 18 meses y la disolución del gobierno y del parlamento; todo ello olvidando conscientemente que la Constitución chadiana de 2018 establece que, en ocasiones como esta, es el presidente de la Asamblea Nacional quien debe ostentar la jefatura del Estado durante un periodo de tres meses, con el encargo de organizar unas nuevas elecciones– es parte de los mandos militares (fracturados por identidades tribales difíciles de conciliar), y una oposición muy debilitada como consecuencia del castigo sufrido a manos de Déby. A eso se añade la posición de los grupos rebeldes, que tratan de buscar el apoyo de la ciudadanía, en un país que figura en el antepenúltimo puesto en el Índice de Desarrollo Humano a escala planetaria.
En términos tan clásicos como anacrónicos, este tipo de alineamiento occidental con dictadores se suele explicar apelando al tan manido “no hay alternativa a la vista”. Y así se acumula –en paralelo a la defensa de intereses puramente crematísticos y corporativos inconfesables– un pésimo balance que, por un lado, alimenta el sentimiento antioccidental en las poblaciones locales y, por otro, hace cada vez más frecuentes las explosiones de rabia y hartazgo de sociedades cuyo bienestar y seguridad quedan normalmente relegados a un futuro indeterminado. Circunstancias, todas ellas, que los yihadistas del Grupo de Apoyo al Islam y a los Musulmanes (JNIM) y de Estado Islámico del Gran Sahara (EIGS) perciben evidentemente como favorables a sus planes.