A escala global el año se cierra con dos señales esperanzadoras que, en todo caso, todavía tienen que demostrar si son capaces de estar a la altura de las expectativas que han creado de inmediato: las vacunas para hacer frente a la COVID-19 y la victoria de Joe Biden en las elecciones presidenciales del pasado 3 de noviembre.
En el primer caso, resulta pasmoso que en menos de un año se haya logrado activar un esfuerzo internacional de tal magnitud que ya dispongamos de vacunas contra el coronavirus SARS-CoV-2, lo que permite iniciar la vacunación a escala masiva. Sin que eso signifique el fin automático de la pandemia y el olvido del enorme daño causado tanto en vidas como en el terreno económico, lo prioritario ahora es confirmar su nivel de eficacia y garantizar que la vacunación llega a todos los rincones del planeta sin retrasos significativos. Asimismo, queda por ver si realmente hemos aprendido algo para evitar que la próxima vez se comentan los mismos errores, no solo modificando nuestros modelos urbanísticos y productivos, sino también mejorando los sistemas de coordinación internacional tanto en términos de anticipación y prevención como de respuesta a cualquiera de los riesgos y amenazas que afectan a la seguridad humana.
En el segundo, lo mejor de la victoria de Biden es que pone fin a la nefasta administración de Donald Trump, tanto en el terreno interno como en su cada vez más cuestionado papel de líder mundial. A partir de ahí, todo lo demás está aún por ver y conviene en ese punto recordar que ya se vivió un momento similar, en 2008, con la victoria de un Barack Obama que aparecía como el antídoto perfecto de otra administración no menos nefasta como la de George W. Bush, y como el salvador del mundo, llamado a resolver todos los problemas que ya entonces se acumulaban en la agenda mundial. Por eso, previniendo el desencanto, interesa recordar en primer lugar que ni el inquilino de la Casa Blanca ni ningún otro gobernante tienen el poder suficiente para resolver en solitario los problemas del mundo globalizado de hoy. Igualmente, la extrema polarización interna y las numerosas asignaturas pendientes que EEUU ha ido sumando en estos tiempos hacen pensar que Biden tendrá que concentrar gran parte de su esfuerzo en política interior.
Por lo que respecta al papel de Estados Unidos en el mundo, queda aún por conocer qué tipo de Senado va a encontrar Biden durante su mandato. Todo depende de los resultados de las elecciones de dos senadores en Georgia el próximo 5 de enero, y solo en el caso de que ambos sean también demócratas (cuando las encuestas más recientes parecen favorecer a los candidatos republicanos) podrá contar con un Senado de mayoría demócrata y, por tanto, inclinado a apoyar sus planes. Unos planes para cuya materialización no podrá dar por descontada, en la mayoría de los casos, una aceptación generalizada. Evidentemente habrá algunos pasos que solo dependen de su voluntad, como ocurre con su ya difundida promesa de regresar al Acuerdo de París en el primer día de su mandato y convocar una cumbre mundial para situar la crisis climática (y a EEUU) en el centro de la agenda internacional. Es, desde luego, una decisión en la dirección correcta y más aún cuando se recuerda que EEUU es el segundo contaminador mundial (tras China).
Pero mucho más difíciles van a ser sus pasos en otras agendas como, por ejemplo, en la de la no proliferación nuclear. Por una parte, el próximo 5 de febrero cumple su vigencia el Tratado Nuevo START, que ha permitido reducir el número de vectores de lanzamiento y de cabezas nucleares estratégicas de los arsenales de Moscú y Washington. No hay actualmente ningún proceso negociador en marcha, aunque se espera que ambas capitales decidan al menos prorrogar su vigencia para darse tiempo para reiniciar un nuevo esfuerzo de desarme; pero mucho más difícil es imaginar que Pekín se comprometa igualmente a entrar en un terreno del que hasta ahora ha estado completamente al margen. Y tampoco se adivina menos problemático volver a ganarse la confianza de Irán, porque no basta con declararse a favor de volver al acuerdo de 2015 si, a cambio, se demanda que Teherán limite o suspenda su programa misilístico o su injerencia en los asuntos de algunos de sus vecinos (aspectos que no están en dicho acuerdo y que Trump ha empleado para salirse del acuerdo y reimponer sanciones a los iraníes).
Y algo similar cabe vislumbrar incluso en relación con el vínculo trasatlántico. Son tantos los desplantes de su antecesor a los aliados europeos de la OTAN y a los socios de la Unión Europea que Biden tendrá que emplear todas sus habilidades para restablecer la confianza. Pero, aunque esa pueda ser la idea, Washington seguirá tensando la cuerda demandando un mayor esfuerzo a los europeos y, en paralelo, habrá países europeos que prefieran acelerar el proceso que conduzca algún día a una autonomía estratégica que puede acabar ahondando las divergencias entre ambos lados del Atlántico.
Esos mínimos apuntes de partida hacen ver que, con el añadido de que mientras Trump se enredaba en su propia ensoñación otros han aprovechado para ganar posiciones, la pretensión de Biden de recolocar a EEUU en el centro del escenario ni va a estar acompañada de aplausos unánimes ni va a ser un camino de rosas.