Dice el dicho que las comparaciones son odiosas, y, sin embargo, a todos nos gustan. De hecho, nos gustan tanto que producir comparaciones se ha convertido en una forma de obtener visibilidad en los medios y las redes sociales, una forma de hacerse un lugar en el mundo e, incluso, en ocasiones, una forma de ganarse la vida. Cuando esas comparaciones son sistemáticas y cuantificadas y pretenden abarcar todos los países (o todas las empresas de un sector, o todas las Universidades del mundo, o cualquier otra cosa comparable) se denominan rankings o índices y su producción en los últimos años es abundantísima. Uno de los más recientes es el llamado GRID Index (Global Response to Infectious Diseases, GRIDTM), elaborado en Australia, que pretende comparar la calidad de la respuesta de los Estados a la COVID19. En ese índice, España aparece en último lugar y el dato ha sido reproducido con abundancia en nuestro país, bien como munición interna en el debate político, bien para mostrar una vez más lo dispuestos que estamos los españoles a hablar mal de nuestro país. Tras su primer éxito mediático, el índice ya ha sido desprestigiado por su inconsistencia.
Pero ¿tiene alguna base esa comparación en la que salimos malparados? Para valorar la calidad de la respuesta de los Estados ante cualquier problema hace falta, en primer lugar, conocer bien la naturaleza del problema. En segundo lugar, hay que tener una vara de medir, es decir, hay que saber cuáles son las medidas apropiadas para resolverlo. Y, en tercer lugar, hay que contar con información veraz, completa y homogénea sobre los datos básicos (a cuántos afecta el problema, qué impacto tienen las medidas que se toman). Como se señala a continuación, ninguno de estos tres requisitos se cumple en el caso de la COVID19.
“(…) la falta de homogeneidad en la contabilización afecta no sólo a las muertes sino, mucho más aún, a los contagios”.
Es cierto que, según los datos que publican los propios Estados, España encabeza, junto con Bélgica, la lista de muertes per capita por COVID19. En concreto, según los datos a día de hoy (29 de abril de 2020), en Bélgica han muerto por la pandemia 647 personas por cada millón de habitantes, mientras que en España lo han hecho 510. En esta lista les siguen Italia (453) y Francia (362). Todos los países de Europa occidental están en la parte alta de esta lista, con una mortalidad por encima de la media mundial, que, actualmente, es de 28 muertes por millón de personas. China, pese a ser el origen de la pandemia, sólo reporta 4.633 muertes, o 3 por millón, muy por debajo de la media.
El primer problema con estos datos es que no existe homogeneidad en su elaboración: algunos países dan por supuesto que todas las muertes de ancianos producidas en residencias o en su domicilio durante la pandemia son debidas a la COVID19, mientras que otros hacen lo contrario, dar por supuesto que los ancianos han muerto por sus dolencias anteriores, y, lo que es aún más confuso, algunos países han contabilizado esas muertes de ancianos primero de una forma y luego de otra. Para añadir más oscuridad, en la mayoría de los países no se cuenta con datos procedentes de autopsias, porque no se están realizando para evitar el riesgo de contagio, de modo que con frecuencia no se sabe de qué murieron esas personas. ¿Todos los que murieron por neumonía lo hicieron porque tenían el virus que causa la COVID19? No se sabe. Podrían incluso haberse contagiado, pero morir por otra causa. Por eso, ante la falta de autopsias o de diagnósticos claros, en epidemiología se usa a menudo como indicador la mortalidad diferencial para cada periodo; es decir, la comparación entre cuántas personas en cada grupo de edad solía morir cada mes antes de la pandemia y cuántas mueren cada mes en el periodo de la pandemia.
Pero la falta de homogeneidad en la contabilización afecta no sólo a las muertes sino, mucho más aún, a los contagios. Los sistemas de salud de todo el mundo, desbordados por la atención a los enfermos con síntomas, no están teniendo capacidad ni instrumentos de medida suficientes para conocer la extensión del contagio. En este sentido algunos países han sido mucho más capaces que otros de desplegar los medios para identificar y cuantificar los contagios (Alemania es un buen ejemplo), quizá porque sus sistemas médicos no han estado tan desbordados por la atención a los ya infectados, pero incluso en esos países no se conoce con exactitud el número de contagiados.
Esto nos lleva a otro terreno: ¿cuántos de los infectados desarrollan la enfermedad con síntomas y cuántos de éstos necesitan atención hospitalaria, UCIs, respiradores y demás? Para medir la calidad y eficacia de las respuestas de los Estados habría que tener una respuesta a esta pregunta, pero esa respuesta no existe, sólo hay conjeturas. La más citada es la de que el 80% de los contagiados no tiene síntomas, el 17% desarrolla síntomas ya sean leves o tratables con los medios actuales, y el 3% muere (la OMS calcula un 3,4%). De nuevo, sin saber cuántos son los contagiados, estos porcentajes son sólo estimaciones con una base endeble.
Puesto que el virus se transmite de persona a persona, es claro que hay ciertas condiciones que lo convierten en más transmisible: la densidad habitacional y las formas de sociabilidad son las más evidentes. Eso podría explicar en parte la baja prevalencia de la enfermedad en países de muy baja densidad humana o, dentro de cada país, la concentración en las zonas metropolitanas (Londres, Milán, Barcelona, Madrid, Nueva York), o incluso, dentro de las ciudades, en los barrios de mayor hacinamiento. A su vez, este último aspecto, el hacinamiento habitacional en algunos barrios, está relacionado con la inmigración, y en general con ingresos bajos. En Singapur, por ejemplo, que creía haber controlado la extensión de la pandemia, ésta ha reaparecido con fuerza en barrios de gran densidad habitados por inmigrantes. En Madrid, la mortalidad por la COVID19 es muy diferente según barrios, y esas diferencias corresponden grosso modo al nivel de ingresos y a la concentración de inmigrantes.
En cuanto a las formas de sociabilidad, hay países que mantienen de forma habitual una distancia interpersonal que supera el metro y medio (acercarse más se considera intrusivo), y otros, como el nuestro, que tienden a la cercanía física y a los saludos que implican el contacto de manos, caras y cuerpos.
Desde esta perspectiva, cualquier política sanitaria que imponga el aislamiento social será más eficaz a corto plazo que otra que permita los contactos. Pero, como han explicado las autoridades sanitarias de todo el mundo, ese aislamiento es sólo una medida transitoria para evitar que la acumulación de casos sobrepase la capacidad de respuesta de los sistemas de salud. Las medidas de aislamiento social no pueden impedir que más adelante, cuando el aislamiento acabe, se sigan produciendo los contagios.
Como ya es bien conocido, la estructura de edad es uno de los elementos más determinantes en la mortalidad causada por esta pandemia: la COVID19 afecta de forma mucho más grave a las personas de mayor edad, de modo que, si se comparan dos países del mismo tamaño, en igualdad de las demás condiciones, el que tenga una población más envejecida será el que más muertes sufra por esta causa. No todos los virus son así (la llamada “gripe española” mataba sobre todo a los adultos jóvenes) pero en el caso del SARS-CoV2 esta relación está bien establecida. Desde esta perspectiva, España, uno de los países más envejecidos del mundo, está en desventaja. También está demostrado que las mujeres sufren menos que los hombres las consecuencias del contagio. Pero esta diferencia de género no afecta a las comparaciones internacionales porque prácticamente todos los países tienen la misma distribución por género.
Es decir, en igualdad de condiciones, los países más afectados por la pandemia deberían ser los más envejecidos, los más densamente poblados y los que tengan una sociabilidad de mayor cercanía física. Sin embargo, los datos no confirman esto: Japón, el país más envejecido del mundo, con una gran densidad de población, y además cercano a China, está muy por debajo de la media en cuanto a la mortalidad por esta pandemia: sólo 3 muertes por millón de habitantes. ¿Significa esto que Japón lo ha hecho mucho mejor que Francia o que España? Es posible que el uso habitual de mascarillas para protegerse de la contaminación, del sol y de los contagios en todo el Sudeste Asiático y en el Extremo Oriente haya sido una medida protectora muy relevante. Y, sin duda, el uso de los móviles para rastrear los movimientos de los contagiados se ha demostrado eficaz para disminuir la difusión del virus. Pero también es posible que haya otros factores en juego.
De hecho, desde la genética se está apuntando la hipótesis de que el SARS-CoV2, el virus que causa la COVID19, puede tener diferentes impactos en distintos grupos de población en función de los haplotipos más frecuentes, es decir, de las variantes genéticas. Eso contribuiría a entender por qué la población de Extremo Oriente está sufriendo una mortalidad mucho menor que la europea. O por qué en EEUU la pandemia está afectando de modo desproporcionado a la población negra. La aplicación de esta hipótesis al interior del territorio europeo resulta también interesante y explicaría por qué países con similares pirámides de población y de densidad habitacional tienen, sin embargo, una mortalidad muy diferente achacable a la COVID19. Toda Europa del este y suroriental (Grecia, por ejemplo), está sufriendo mucho menos por la pandemia que la Europa occidental.
También desde la genética, aplicada en este caso al propio virus y sus mutaciones, se presentan hipótesis que indicarían que la variedad del virus que ha llegado a Europa o EEUU es más dañina que la que ha afectado a otras áreas del mundo.
“La pregunta sobre en qué fase está un país respecto a la COVID19 no tiene por ahora respuesta clara”.
Otro aspecto que hace imposible por ahora valorar qué gobiernos han sido más eficaces es la diferente fase en que se encuentra la pandemia en los distintos países. Los países africanos, por ejemplo, tienen por ahora muy poca mortalidad achacable al virus. ¿Es porque la pandemia está ahora comenzando a extenderse por el continente africano? ¿Es porque el calor desactiva el virus? (algo que aún no se ha confirmado) ¿Es, como han sugerido algunos, porque África tiene más experiencia que otros continentes en responder a las pandemias?
La pregunta sobre en qué fase está un país respecto a la COVID19 no tiene por ahora respuesta clara: para contestar a esta pregunta habría que saber qué porcentaje de la población se ha contagiado. Hoy en día, ni España ni la mayoría de los países saben con certeza qué porcentaje de su población ha sido contagiada (en teoría, España lo sabrá a finales de junio, cuando termine el estudio que están realizando el Instituto Carlos III y el INE). Por tanto, un bajo número de muertes por la pandemia en un país en un momento dado puede significar que ha tomado las medidas apropiadas o puede igualmente significar que el país está aún en una fase inicial de extensión de la pandemia.
Por otra parte, aún no está claro si la enfermedad produce o no inmunidad en los que la superan y éste es un aspecto clave, porque, si no la produce, y mientras no exista vacuna, el aislamiento perpetuo se convierte en la única garantía de no contagio, algo insostenible social y económicamente. Además, si la enfermedad no produce inmunidad, el desarrollo de una vacuna resulta mucho más difícil, porque las vacunas se basan en esa capacidad del cuerpo humano de inmunizarse ante el ataque de un virus.
Con esta acumulación de incógnitas, resulta imposible valorar la calidad de las diferentes medidas que toman los Estados. Los gobiernos actúan en esta oscuridad basándose en indicios que provienen de las lecciones extraídas de otros países, de modo que todos están aprendiendo de los demás en un proceso acumulativo de experiencias, éxitos y fracasos. Por suerte, la misma globalización que ha permitido al virus llegar desde China hasta el resto del mundo en pocas semanas, permite también la trasmisión rápida de lecciones y la cooperación científica internacional en la búsqueda de la vacuna y de medicamentos antivíricos.
En estos momentos, la producción de nueva información relacionada con la COVID19 es intensísima, con datos sobre la prevalencia de la enfermedad actualizándose a diario, con miles de científicos en todo el mundo investigando y publicando a la vez, produciendo hallazgos muy relevantes sobre cómo se transmite la enfermedad, sobre cómo actúa o muta el virus, o sobre el éxito de unos u otros tratamientos médicos. Nunca en la historia de la humanidad ha habido una concentración semejante de esfuerzo intelectual destinado a resolver un mismo problema. El resultado es que cada día, literalmente cada día, sabemos más. Mientras tanto, conviene ignorar a los que meten ruido de forma oportunista.
[Actualizado: 29/4/2019]