España vuelve al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Los 193 miembros de la Asamblea General acaban de elegir a los cinco miembros no permanentes para el bienio 2015-2016 y, tras tres rondas de votación en el Grupo europeo, la candidatura española se impuso a la turca. La incertidumbre sobre el desenlace ha acompañado todo el proceso de elección, dándole un aire más propio de designación olímpica o incluso de película de suspense. Pero el símil cinematográfico también puede servir para realizar un primer análisis del resultado desde cuatro planos distintos, arrancando desde una perspectiva más general –con una lectura relativa al lugar de las potencias medias en el sistema internacional–, pasando luego a dos enfoques centrados en la política exterior española y culminando con el plano más cercano a las pequeñas miserias de la política interna.
El plano panorámico
Contemplado desde la perspectiva más amplia de la capacidad de influencia global que tienen las potencias medias (como lo son, por diferentes razones, España y Turquía), la decisión de la Asamblea puede interpretarse como una confirmación de que el intervalo aceptable para que éstas formen parte del Consejo de Seguridad ronda los 10-12 años. Resulta tal vez admisible que Alemania, Brasil, la India o Japón accedan con más frecuencia pero ese club de grandes diplomacias, que tratan de codearse con las de los cinco miembros permanentes autodesignados en 1945, no incluye a Turquía. Por eso, ha sido castigado su precipitado deseo para acortar la cadencia y volver a la mesa solo seis años después de su última elección, del mismo modo que se ha premiado la prudencia neozelandesa al valorar su tamaño diplomático medio-bajo y, en consecuencia, esperar 20 años para intentarlo. Por supuesto, no existe un criterio de justicia en estas votaciones pero sí es razonable pensar que los Estados calculan los mensajes que envían, ya que de ellos se deriva en cierto modo la consideración que tiene la comunidad internacional del peso de cada uno. En este sentido, no puede concluirse tanto que Madrid sea hoy más influyente que Ankara, sino más bien que la primera ha sabido medir mejor sus fuerzas.
Junto a esa explicación que seguramente sea la más relevante, también han pesado otras tres consideraciones que ayudaban a España y que son las propias de una potencia media europea: pertenencia a la Unión, influencia en otras regiones y ausencia de enemigos. En efecto, hay que empezar destacando que nunca, desde los años 80, el grupo que integra a “Europa Occidental y Otros” había dejado de elegir a al menos un Estado miembro de la UE y España era el único en liza. En segundo lugar, ha sido trascendental el tener asegurados los votos de América Latina y Caribe (con la llamativa excepción de Brasil) lo que vuelve a demostrar la importancia de poseer ese ascendente tradicional sobre una región tan amplia e importante. Por último, y de forma algo paradójica si se tiene en cuenta que se estaba eligiendo a uno de los miembros que en teoría van a liderar la gobernanza mundial en el terreno de la paz y la seguridad, ha ayudado el perfil relativamente bajo de la política exterior española durante los últimos años, que contrasta con el creciente (y a veces controvertido) protagonismo turco en Oriente Medio y África.
El plano medio
Si fijamos ahora la atención en el efecto que tiene el resultado sobre la presencia española en la globalización, también es posible realizar una valoración matizada del éxito diplomático obtenido. Se trata de la quinta vez que España es elegida en el Consejo de Seguridad y, cuando termine 2016, habrán sido 10 los años de participación. Un número razonable, más o menos equiparable al peso y presencia internacional objetiva que se posee; esto es, en el puesto 14 desde la fundación de Naciones Unidas o, si se contabiliza solo desde los años 80, en el decimoprimero; exactamente el mismo lugar que ocupa en el Índice Elcano de Presencia Global. Por supuesto, en la medida que la elección ha sido disputada y que corría peligro, es perfectamente admisible concluir con satisfacción que se ha conseguido mantener ese nivel de influencia y protagonismo en la clase media mundial, en el escalón inmediatamente posterior al de los países antes mencionados (en un grupo que también incluye a Canadá, Italia, Argentina, Australia, y tal vez Egipto, Pakistán y la propia Turquía). Pero, precisamente porque eso supone estar donde corresponde, la satisfacción ha de ser sobria.
Además, nunca debe olvidarse el carácter imperfecto de este indicador pues el sistema de voto y las circunstancias históricas han beneficiado por sistema a ciertos países (sobre todo en América Latina o en Europa Oriental) y perjudicado a otros (Israel, Corea del Sur, Indonesia, Sudáfrica y Arabia Saudí son los casos más claros). España, pues, ni crece en peso ni regresa. Sigue en su sitio dentro del sistema de Naciones Unidas.
El primer plano
Si el enfoque se estrecha un poco más y contempla la política exterior española desde una perspectiva más acotada en el tiempo, entonces sí es posible concluir con algo más de rotundidad que se ha obtenido un éxito. Un éxito de país, tal y como destacaba el Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación, pues la candidatura fue presentada hace ya 10 años por un gobierno de otro signo político al actual y en la campaña han participado el Rey y la oposición. Pero, en todo caso, un éxito que contribuye de manera importante a generar un balance relativamente positivo de la labor diplomática reciente, desarrollada en un contexto muy difícil de reducción del esfuerzo destinado al desarrollo, a las misiones de paz y a la lucha contra el cambio climático, y cuando aún no se ha recuperado la imagen de España como actor importante de la comunidad internacional.
A principio de año, desde el propio Real Instituto Elcano se destacaba que existían serias dudas sobre si España conseguiría ser elegida y que lograrlo o no serviría de indicador sobre cómo se percibe ahora mismo la relevancia internacional de España. Pues bien, el objetivo se ha cumplido y se ha hecho, además, en ese momento complicado por lo que el ministro García-Margallo puede estar razonablemente satisfecho de un año que se salda también con una pequeña mejoría de posiciones a escala europea, con la aprobación de la Ley de Acción Exterior y con la elaboración de un novedoso documento de Estrategia Exterior. Ahora bien, justo en conexión con esa renovación estratégica anunciada, convendría que la diplomacia española diese por definitivamente conseguido el objetivo del estatus y aprovechase la circunstancia para transitar con más decisión del “estar” al “ser”. Es el momento de mostrar que, tal y como se ha dicho durante la campaña, existe un compromiso sustantivo con los asuntos globales y que España aprovechará su asiento para marcar posición y compromiso en las grandes crisis, la lucha contra la pena de muerte, la prevención del terrorismo, la promoción de la igualdad de género, el diálogo entre culturas y la ayuda humanitaria. El auténtico juicio del bienio debería ser sobre su conducta en estos aspectos y no sobre el mero hecho de haber estado.
El plano detalle
Desgraciadamente, hay aún un cuarto enfoque posible sobre la cuestión, a realizar desde muy corta distancia. Tanta que la mirada no trasciende en absoluto las fronteras de la política doméstica española en el sentido menos noble de ese anglicismo. Política doméstica o, si se prefiere, aldeana. Es esa visión tan corta de miras que, por ejemplo, conecta la elección al proceso soberanista catalán pretendiendo que los 131 Estados que votaron a España estaban protegiendo su integridad territorial (¿los 60 que optaban por Turquía hacían acaso lo contrario?). O es, en fin, esa óptica frentista que tiende a minusvalorar lo conseguido pero que, en caso de fracaso, hubiese optado por subrayarlo. No es necesario que la opinión pública de un país sepa determinar con precisión el lugar que le corresponde en el sistema multilateral internacional y si esta noticia es más o menos importante (aquí se ha defendido que lo es, aunque sin espacio para el triunfalismo), pero sí parece imprescindible mejorar la calidad del debate democrático. Ser algo más conscientes del papel influente que puede corresponder a España y a los españoles en el mundo globalizado. Y lamentarse cuando se distorsiona tanto el necesario espíritu crítico hasta el simple ánimo destructivo o, al contrario, la sana satisfacción se transforma en una ridícula consigna de la áspera refriega cotidiana.