Tras la XXIII Cumbre Iberoamericana celebrada en Panamá se produjo el mismo ritual autoflagelante de ocasiones anteriores. Esta vez emergieron los mismos adjetivos y se desarrollaron críticas similares a las vividas en el pasado, la mayor parte de ellas coincidentes en lo relativo a la inutilidad de las Cumbres, a su bajo o nulo significado para la ciudadanía, o la imposibilidad de mejorar la relación entre europeos y latinoamericanos. En definitiva, las Cumbres no sirven para nada e implican un dispendio de tiempo y dinero.
Desde el otro lado del Atlántico también abundaron las lecturas plagadas de reproches a España, especialmente provenientes de los países del ALBA más Argentina, aunque no exclusivamente. En ellas se ponía el acento en el desarrollo autónomo de América Latina en los últimos años, en la necesidad de evitar las duplicidades entre la CELAC y Unasur con las Cumbres Iberoamericanas y en la defensa de la soberanía de los países de la región. Algunos gobiernos iban más allá y afirmaban de modo concluyente: América Latina no necesita de España y Portugal para relacionarse con la UE.
Esta última conclusión es totalmente cierta, más allá de su procedencia. De este modo, todas las teorías que giran en torno a la imagen de España (y Portugal) como puente entre Europa y América Latina o puerta de entrada a la UE han quedado descartadas. Pero de la misma manera que esta idea es correcta, también lo es su opuesta: España no necesita de las Cumbres Iberoamericanas para relacionarse con América Latina ni requiere del permiso o autorización de ningún gobierno ni del beneplácito de la CELAC o de Unasur para profundizar en la misma y avanzar en los sólidos vínculos ya establecidos con los distintos países.
Ni lo necesita ahora ni lo necesitó al comienzo del proceso. Otra cosa es que en su momento las Cumbres fueron una herramienta eficaz de la política española a la vez que eran funcionales a los gobiernos latinoamericanos que carecían entonces de herramientas de ese tipo. Esto implica que España no debe ir con pies de plomo en sus relaciones bilaterales con los países latinoamericanos. Sólo deberá graduar la intensidad de su mensaje a las particularidades de su interlocutor.
¿Quiere decir esto que hoy por hoy las Cumbres Iberoamericanas no sirven para nada o que tienen muy poca utilidad? En absoluto. Hoy las Cumbres son más necesarias que hace dos décadas, ya que el proyecto iberoamericano, anclado en lo cultural e identitario, puede reforzar las bases de una iniciativa latinoamericana y euroibérica. Como viene ocurriendo al finalizar cada Cumbre, España fue juzgada y evaluada según los resultados de la misma, con independencia del lugar donde ésta tuvo lugar. Presencias y ausencias, calidad de la discusión, naturaleza del documento final, son todos elementos que dependen de la responsabilidad española.
Es verdad que España hace mucho para que esto ocurra, gracias a una excesiva sobrerrepresentación y adoptando un protagonismo en todas y cada una de las Cumbres que en ocasiones resulta antagónico con la idea de “latinoamericanizarlas”. Pese a ello, hay que insistir en el hecho de que buena parte de lo ocurrido no necesariamente es responsabilidad de España. Tampoco debe olvidarse que algunos presidentes hacen de su presencia o ausencia en las Cumbres un elemento potente a la hora de negociar su agenda bilateral con el gobierno español.
A la pregunta de dónde está lo iberoamericano y cómo se refleja en la vida cotidiana de los ciudadanos, la experiencia de Panamá permite sostener que en muchos de los acontecimientos paralelos a la Cumbre se notó el potencial del proyecto. Tanto el Encuentro Empresarial Iberoamericano como el Foro de la Comunicación dieron pruebas de gran vitalidad, en buena medida por el impulso dado por los respectivos organizadores, el Consejo Empresarial de América Latina (CEAL) en el primer caso, como Televisa en el segundo, donde jugó un papel protagónico. A esto se añadió un hecho algo fortuito, aunque no mucho, como fue la coincidencia temporal de la Cumbre con el Congreso de la Lengua Española, cuya repercusión mediática fue de alto impacto y mostró la importancia de la lengua en nuestra realidad cotidiana.
Estos hechos pueden darnos algunas ideas interesantes para dinamizar las Cumbres. En primer lugar, rodearlas de una serie de acontecimientos que muestren el dinamismo de la comunidad iberoamericana en distintos aspectos (empresarial, medios y comunicación, juventud, parlamentarios, etc.). Segundo, encargar la organización de estos eventos a entidades claramente representativas del sector involucrado, caso de CEAL. Tercero, evaluar la conveniencia de vincular de una forma más orgánica la celebración de los Congresos de la Lengua con las Cumbres Iberoamericanas, incorporando, en la medida que Brasil y Portugal lo consideren adecuado y oportuno, el portugués.
Por último, España debe dejar de estar sobreexpuesta con motivo de las Cumbres. Éstas tuvieron su plena razón de ser en la década de 1990, cuando fueron pioneras a la hora de convocar reuniones de este tipo y, también, por la inclusión de una Cuba hasta entonces prácticamente aislada de las instancias supranacionales latinoamericanas. Cuando tanto se insiste en que no se necesita a España se deberían recordar iniciativas de este tipo, en su momento prácticamente imposibles de emerger como consecuencia de alguna iniciativa latinoamericana.
Que España deje de invertir buena parte de su capital político en las Cumbres no significa acabar con ellas o con la SEGIB. Pueden permanecer, pero en ese caso el protagonismo español debe reducirse necesariamente. Este es el momento adecuado para, en nuestra relación estrecha con América Latina, primar lo bilateral sobre lo global, lo definido ampliamente como iberoamericano. Ésta puede ser la vía para que América Latina, o al menos algunos países latinoamericanos, que los hay, aumenten su compromiso con el proyecto. Si esto ocurre de este modo la importancia de la presencia y ausencia de mandatarios, y su identidad, será menor. Que vaya el que quiera y al final los incentivos para participar serán mayores.