No estamos ante una nueva Guerra Fría, ya lo hemos dicho, sino ante un pulso de poder más clásico. No hay enfrentamiento ideológico, por más que a algunos dirigentes populistas, de Donald Trump a Marine Le Pen, les atraiga el estilo y la personalidad política de Vladimir Putin, o a éste le gusten esos políticos porque responden a los intereses de Rusia. Esta ya no es la URSS, ni tiene sus capacidades geográficas, militares, económicas ni demográficas frente a Occidente, aunque las esté renovando. ¿Es Rusia verdaderamente una amenaza para Occidente?
Para algunos países limítrofes o cercanos sí, sin duda. Como los bálticos (Lituania, Letonia y Estonia, donde hay importantes minorías rusas, tema que habrá que resolver). Moscú conserva el control sobre el enclave de Kaliningrado, el antiguo Königsberg donde viviera y escribiera sus importantes obras Emmanuel Kant. Hay pocas dudas de que las tropas rusas, más allá de una “guerra híbrida”, podrían ocupar en unos pocos días Ucrania (que no está en la OTAN), pero seguramente le conviene más mantener en el Este un “conflicto congelado”, una vez asumida de hecho, no de derecho, por muchos de los demás la anexión de Crimea.
En cuanto a los bálticos, el acoso es constante, y por ello la OTAN, en una señal de solidaridad, ha desplegado aviones y soldados de forma no permanente (respetando al límite uno de los pocos acuerdos escritos al respecto: el Acta Fundacional Rusia-OTAN de 1997 –anterior a las primeras nuevas ampliaciones de la Alianza– y la Declaración de Roma de 2002), aun a sabiendas de que en sus reducidos efectivos no resistirían un ataque real. Servirían de disuasión y de fusible, pues si ante esa posibilidad la OTAN no actuara, sería el final de una Alianza Atlántica basada en medios, sí, pero también en la credibilidad de la solidaridad, la defensa colectiva, entre sus miembros. Un bombardero ruso llegó recientemente hasta el Golfo de Vizcaya. Finlandia, en teoría neutral, aunque cada vez más próxima a la OTAN, ha firmado en octubre un acuerdo bilateral con EEUU ante la preocupación por los movimientos rusos en el mar Báltico.
Las actividades militares (y cibernéticas) rusas van in crescendo. Pero aunque las ciberactividades rusas contra Occidente sean importantes, y hayan llevado a que la OTAN se dote de un mando específico para este tipo de defensa, se quedan muy cortas respecto a las que se atribuyen a China.
En datos comparativos, Rusia ha perdido mucho. Cuando la disolución de la Unión Soviética en 1991, ésta contaba con 243 millones de habitantes. La Federación Rusa tiene hoy 144 millones, cuatro menos que en 1991, si bien está superando la grave crisis demográfica por la que ha atravesado en los últimos lustros. Hoy la tasa de natalidad vuelve a crecer (hasta 13,2/1.000 en 2013, mayor que en EEUU y, desde luego, que en el conjunto de Europa, lo que indica un mejor presente y una renovada confianza en el futuro), la de mortalidad se reduce, la esperanza de vida de los rusos es de hoy de 70 años (comparada con de 75 a 78 en sus vecinos) y hay más inmigración. Claro que la OTAN cuenta con 917 millones de habitantes, y 3,6 millones de soldados (aunque los europeos en bajo nivel de preparación), frente a 800.000 rusos, modernizados, al menos en lo que se ha visto, por no hablar de aviones o tanques.
Rusia sigue siendo una potencia nuclear, la única que verdaderamente puede poner en jaque a EEUU en este terreno. China va bastante por detrás, pese a sus programas de modernización. Moscú ha anunciado el desarrollo de misiles nucleares estratégicos, o intercontinentales, el llamado RS-28 Sarmat, que la OTAN ha bautizado como Satan 2, que serán introducidos en 2018, capaces de de burlar los escudos antimisiles de EEUU y de la Alianza Atlántica.
Su economía está en dificultades por la caída del precio del petróleo (Rusia es el tercer productor del mundo, y el segundo en gas), y aunque pueda utilizar estos recursos para presionar, también los requiere de sus ingresos. No ha sabido crear una economía exportadora de productos manufacturados o servicios.
Defiende lo que tiene, como la base naval en Tartus y aérea en Khmeimim, en Siria, la única en el Mediterráneo y la única fuera del territorio de la ex Unión Soviética, y busca otras en Egipto, Irán, Vietnam y Cuba, para intentar recuperar un papel global. Pero se ha quedado pequeña, no ya frente a una Europa deshilachada, sino frente a EEUU y a China. Aunque también sabe que se la necesita para resolver muchos problemas globales, o, como en el caso de Siria, regionales con amplias consecuencias. Pero ya no es lo que era. La mayor amenaza para Occidente es que deje de existir, o al menos de creer en sus propios principios no para exportarlos, sino para aplicárselos a los países que lo integran.