Los españoles no se inclinan a dar por buena la idea de que las actitudes y las conductas contrarias hacia el islam o hacia los musulmanes producen radicalización yihadista en el seno de sociedades occidentales como la nuestra. O cuando menos, la opinión pública española no tiende a considerar que la islamofobia se encuentre entre las principales causas de que haya quienes, siendo por ejemplo europeos o viviendo en el territorio europeo, terminen adhiriéndose a una versión fundamentalista y violenta del credo islámico. En consonancia con ello, una gran mayoría desdeña que combatir la islamofobia esté entre las medidas más necesarias para prevenir la radicalización yihadista y el reclutamiento de jóvenes europeos por organizaciones terroristas. Así quedó de manifiesto en la última oleada del BRIE.
Sin embargo, las actitudes y los comportamientos que son propios de la islamofobia tienen o pueden tener alguna incidencia sobre los procesos de radicalización yihadista. Como recordé en mi anterior contribución al Blog Elcano, hay estudios, realizados en países europeos, que correlacionan significativamente hostilidad anti-islámica con radicalización yihadista. Pero los agravios derivados de experimentar personalmente esa hostilidad hacia el islam y los musulmanes, o de percibir que dicha hostilidad existe y que afecta a otros con quienes alguien se identifica por compartir la misma cultura religiosa, son solo una parte de muchos otros agravios cuya posible influencia, bajo determinadas condiciones de relaciones y de entorno, puede contribuir a dicha radicalización violenta conducente al terrorismo.
Con todo, la radicalización violenta entre musulmanes que conocemos en nuestros días está asociada desde el inicio con la actividad y la propaganda de organizaciones yihadistas constituidas desde hace poco más de tres décadas. Más aún, los primeros actos de terrorismo llevados a cabo por militantes de estas organizaciones tuvieron lugar en 1993 en Nueva York y en 1995 en París. Lo cual es muy interesante porque fue precisamente a finales de esa misma década, concretamente en 1997, cuando aparece el concepto de islamofobia, desarrollado a partir de entonces, desde los ámbitos del activismo político hasta los de las ciencias sociales, para aludir a un aumento tanto de las actitudes negativas respecto al islam y a los musulmanes como de sus consecuencias, siempre en el ámbito de las democracias occidentales. Esta secuencia invita por sí misma a explorar si, en la conexión entre islamofobia y radicalización yihadista, este segundo fenómeno, específicamente a partir de las manifestaciones terroristas a que ha dado y sigue dando lugar, es fundamental para comprender los prejuicios y la discriminación a los cuales alude generalmente el primero.
Transcurridos apenas dos meses de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington, para un 67.5% de los ciudadanos de la Unión Europea resultaba comprensible que existiera desconfianza hacia la comunidad musulmana en Europa. Ello obedecía en buena parte a que seis de cada 10 de esos mismos ciudadanos europeos pensaban que las comunidades musulmanas, en conjunto, no habían condenado, o no lo habían hecho suficientemente, esos atentados del 11-S. Todo ello sin obviar la existencia de dificultades y complicaciones previamente existentes en las relaciones entre las comunidades musulmanas y el resto de la población dentro del territorio europeo, pues una gran mayoría consideraba esencial o necesario que dichas relaciones mejorasen.
En el origen de la actual dialéctica entre islamofobia y radicalización yihadista fue esta última, especialmente en su expresión de terrorismo, la que produjo esos sentimientos anti-musulmanes y no a la inversa. Desde entonces, los sucesivos actos de terrorismo ejecutados por individuos que se presentan a sí mismos como seguidores del islam y que dicen actuar en nombre de su religión, no han dejado de provocar niveles considerables, aunque no necesariamente mayoritarios, de ansiedad y miedo respecto a los musulmanes dentro de las sociedades occidentales en general y de las europeas en particular. El miedo y la preocupación por atentados terroristas desencadenan actitudes anti-islámicas cuyo peso emocional es explotable. Lo es, para empezar, por parte de las propias organizaciones yihadistas, cuyas estrategias de movilización se benefician de que los atentados en Europa occidental agraven la fractura que separara a los musulmanes de los no musulmanes, es decir, interesadas en matar para para dividirnos. Pero esa carga emocional es también explotable por movimientos y partidos populistas, incluso con orientaciones y bases sociales o electorados dispares. En unos casos, con el propósito de estigmatizar de manera indiscriminada a las comunidades musulmanas de ascendencia inmigrante y así a la población inmigración en general. En otros, para atraerse el apoyo de dichas comunidades sin atender a las diferencias existentes en su interior, algo que favorece al islamismo y a las corrientes salafistas. Se trata, en cualquier caso, de una carga emocional que no debe ser ignorada por responsables públicos y representantes de la ciudadanía, sea cual sea el nivel de gobierno en el cual desempeñan sus cargos, especialmente en sectores de políticas públicas como los de educación, seguridad e inmigración.
Imagen: Persona caminando por una acera. Foto: Noah Rosenfield (@noah2199).