El presidente turco, Recep Tayyip Erdoğan, ha tomado carrerilla y ya nada parece capaz de detenerlo en su afán por monopolizar todo el poder necesario para convertirse en el nuevo Atatürk (padre de los turcos). Así se entiende que, para llegar a 2023, cuando el país cumpla su primer centenario en su formato moderno republicano, convertido en un presidente dotado de plenos poderes ejecutivos, se haya apresurado tanto a defenestrar a su fiel primer ministro, Ahmet Davutoglu, como a forzar la aprobación de una reforma constitucional que elimina la tradicional inmunidad judicial de los diputados.
En el primer caso, el pasado día 22 de mayo consumó la sustitución de Davutoglu de sus cargos de primer ministro y secretario general del partido Partido Justicia y Desarrollo (AKP, en sus siglas en turco) por el hasta ahora ministro de transportes, Binali Yildirim, previsiblemente más dócil a su dictado. Tras una primera década en la que ha logrado asentar su poder, desarrollando ambiciosas reformas que le han otorgado una popularidad envidiada por cualquier dirigente europeo y apoyándose tanto en el entramado liderado por Fethullah Gülen como en las directrices de política exterior diseñadas por Davutoglu, Erdogan ha entrado en una huida hacia adelante, soltando lastre de forma cada vez más acelerada. Así, con las lecciones aprendidas de anteriores líderes islamistas (como Necmettin Erbakan), que chocaron (y perdieron) contra el llamado “Estado profundo”, Erdoğan ha conseguido subordinar a los tradicionales actores parlamentarios, judiciales, militares y empresariales, desembarazándose de compañeros de viaje molestos (como los gülenistas). Y lo mismo ha hecho dentro de su propio partido, desplazando en su día a Abdullah Gül de su cargo de presidente, a Ali Babacan y ahora a Davutoglu.
En el caso de su hasta ahora fiel aliado (primero como consejero jefe, luego como ministro de exteriores y, desde 2014, como primer ministro), cabe suponer que las posturas más moderadas de Davutoglu tanto en cuestiones internas –como la represión de los críticos a Erdoğan y los considerados filokurdos– como externas –sea en Siria o en relación con la Unión Europea– han acabado por convencer a Erdoğan. Y aunque Davutoglu ha procurado expresar en todo momento su lealtad y hasta su cariño personal hacia su jefe (hablando en términos de “relación fraternal”), su estrella ya había comenzado hace tiempo a declinar, tanto por los escasos resultados de su política exterior (basta comprobar el contraste entre su mantra de “cero problemas con los vecinos” y la situación actual en su vecindad) como por lo que Erdoğan pudo interpretar como intentos de crearse una base propia de poder (especialmente tras el protagonismo que había tenido en la negociación con la Unión Europea sobre la crisis de los refugiados).
En esa misma línea hay que entender asimismo su empeño por lograr la reforma constitucional aprobada el pasado día 20 de mayo que, gracias a la mayoría lograda, le ofrece la posibilidad de eliminar de la cámara nacional por vía judicial a prácticamente la totalidad de los diputados del prokurdo Partido Democrático de los Pueblos (HDP). A la apuesta militarista contra el PKK, abandonando el proceso de paz que él mismo impulsó en el pasado, que tan buenos frutos le deparó en las pasadas elecciones de noviembre, le añade ahora la vía política, con el objetivo no solo de erradicar a un opositor en alza (identificándolo como aliado de terroristas), sino también de allanar el camino para una reforma constitucional que transforme a Turquía en una república presidencialista, con él al frente.
Para ello, y con un partido totalmente entregado a sus deseos, se abre paso un proceso que aboca a Turquía a un referéndum o, mejor aún, a elecciones anticipadas. Unas elecciones que, procurando aprovechar a fondo su popularidad en plena oleada caudillista, le otorguen una victoria suficiente para aprobar la reforma constitucional sin necesidad de someterla a un referéndum popular.
Sin contrapesos internos que eviten su innegable deriva autoritaria, queda por ver si algún actor externo, como la Unión Europea, está en condiciones de mostrarle que aún existen límites a su desmedida ambición. Y la primera ocasión para ello es el pulso en torno a la controvertida legislación antiterrorista que Erdoğan ha ido creando últimamente. Bruselas exige su reforma, para ajustarla a los niveles propios de un Estado de derecho, si finalmente Turquía quiere que sus ciudadanos puedan entrar en el espacio Schengen sin visado. Por su parte Erdoğan sostiene que no va a modificar esa normativa y que si Bruselas no elimina la exigencia del visado, Ankara se sentirá libre para no cumplir con su parte del acuerdo UE-Turquía relacionado con los refugiados que los Veintiocho expulsen a territorio turco. Por si algún lector todavía duda del sentido en el que finalmente se inclinará la balanza, basta con recordar el reciente precedente con el humorista germano que está siendo investigado por la fiscalía a requerimiento de un Erdoğan que se sintió personalmente insultado. Lo que sea con tal de mantener contento a quien la UE necesita para aliviar su vergonzosa dejación de responsabilidad con los refugiados.