Recep Tayyip Erdoğan sueña desde hace tiempo con convertir a Turquía en una de las primeras quince economías del planeta, en miembro pleno de la Unión Europea y en líder regional. Y son muchos, como lo demuestra el sostenido apoyo electoral que viene recibiendo desde 2002, los que comparten esa ilusión y le agradecen que haya sacado a su país de una de sus más graves crisis, mejorando sustancialmente el nivel de bienestar de la mayoría de sus casi 80 millones de habitantes y volviendo a colocar a Turquía en el mapa. Pero ahora, cuando se acaba de conmemorar el primer aniversario del fallido golpe de Estado (el primero de los últimos cinco), esa complicidad y esa imagen palidecen ante la inquietante deriva autoritaria en la que el nuevo “sultán” parece irreversiblemente sumido.
En su ensoñación caudillista se siente rodeado por enemigos internos y externos que ponen en peligro esos mismos objetivos. Así, aprovechando una intentona militar con más sombras que certezas, ha logrado de un solo golpe instaurar un nuevo marco político, con una presidencia ejecutiva que le dota de poderes que ni siquiera ostentó en su día el padre fundador de la Turquía moderna, Mustafa Kemal Atatürk, y establecer un estado de emergencia permanente que le facilita purgar hasta sus raíces cualquier tipo de oposición a su dictado. Sin que todavía se pueda adivinar el final del proceso de limpieza contra todo crítico o adversario político, la detención en el último mes del presidente y la directora de la oficina turca de Amnistía Internacional, Taner Kiliç y Idil Eser, es una muestra clara de que nada frena hoy el afán catártico de Erdoğan.
Visto así resulta hasta sarcástico que el gobierno se haya atrevido a denominar Día de los Mártires y de la Democracia a la jornada que ha recordado ese primer aniversario. Si algo demostró la ciudadanía el 15 de julio del pasado año es que los turcos preferían la democracia, por imperfecta que fuera, a la vuelta de los militares al poder. Lo que se demostró, asimismo, es la habilidad política de Erdoğan para sacar partido de una circunstancia que le ha facilitado desde entonces la eliminación de cualquier crítica u oposición. Ahí están las 1.400 organizaciones de la sociedad civil clausuradas, los más de 100.000 funcionarios expulsados de sus puestos, los más de 50.000 prisioneros (incluyendo una docena de dirigentes políticos opositores) acusados de connivencia con el golpismo del ahora demonizado movimiento Hizmet.
Y, sin embargo, ni aun así Erdoğan puede cantar victoria. Turquía sigue hoy, y así estará por mucho tiempo, fuera de la Unión Europea, su economía ha perdido buena parte del impulso que tuvo en años anteriores y su aspiración regional se está viendo abiertamente cuestionada por otros competidores que parecen ganar posiciones (sea Arabia Saudí o Irán).
Su empeño represor en el ámbito interno le ha hecho ganar muchos enemigos (incluyendo buena parte de la casta militar y de los empresarios tradicionales desplazados por los afines a las ideas del líder) y solo el temor al castigo puede callar bocas a corto plazo. En el exterior parece claro que, aunque no cabe suponer que se atreva de momento romper con su alineamiento estratégico con la OTAN, Ankara ve, por un lado, como Washington apuesta abiertamente por las milicias kurdas sirias en su intento de castigar a Daesh en Raqqa y, por otro, como Riad le roba protagonismo en El Cairo y otras capitales regionales. En su desesperada búsqueda de alternativas –mientras Alemania retira sus efectivos militares de la base aérea de Incirlik y Estados Unidos se resiste a entregar a Gülen a Ankara– incluso explora un acercamiento a Rusia en clave militar. Así hay que interpretar el anuncio de la adquisición de dos baterías de misiles antiaéreos S-400 (valorados en unos 2.500 millones de dólares). Si finalmente la operación se lleva a efecto el próximo año –cabe recordar que ya el pasado año se anuló otra que suponía la compra de sistemas chinos– no solo sería visto como una afrenta directa a la Alianza, sino que quedaría afectado directamente el sistema antiaéreo aliado en la región, dado que son sistemas incompatibles.
Aparentemente Erdoğan controla con mano dura la situación y asienta su poder sin medida. Es obvio que a corto plazo no tiene adversarios que puedan hacerle sombra ni una oposición social organizada que pueda detener su deriva. También lo es que su estrategia violenta está aplastando de momento la resistencia kurda (no solo del PKK sino también de los actores políticos que enarbolan la bandera de esa minoría). Pero también lo es que ese mismo pulso autoritario alimenta una reacción que no tardará en cobrar fuerza y aísla aún más a Turquía, sin que de ningún modo la acerque a su ansiado pedestal de líder regional. Así no, Erdoğan.