El domingo 10 de noviembre y de un modo bastante sorpresivo pese al creciente deterioro de la situación política, Evo Morales renunció como presidente de Bolivia para partir a su exilio mexicano. Desde entonces la polémica sobre si hubo o no un golpe de Estado en el país y si ese golpe forzó la dimisión no ha hecho más que crecer. Son tales las contradicciones existentes que mientras unos hablan de golpe otros aluden a una primavera democrática que acabó con largos años de gobierno autoritario.
Mientras los defensores de Evo Morales y de sus casi 14 años en el gobierno recuerdan, correctamente, todo lo positivo que deparó su gestión, especialmente en el terreno económico y también en el social, sus detractores insisten en las constantes ilegalidades que llevaron a su frustrada tercera reelección y a las acusaciones de fraude generalizado. Por eso es difícil encontrar explicaciones ponderadas sobre lo ocurrido en las últimas semanas.
Andrés Malamud cree que sí hubo golpe y para explicarlo sostiene que: “Un golpe de Estado es la interrupción inconstitucional de un jefe de Gobierno por parte de otro agente estatal. En el reciente caso de Bolivia, los tres elementos están presentes: el mandato del presidente fue interrumpido, el procedimiento fue inconstitucional (no hubo destitución parlamentaria sino renuncia forzada por una “sugerencia”) y las Fuerzas Armadas fueron las que definieron el desenlace. Un golpe de Estado no necesariamente deriva en un cambio de régimen”.
En esta interpretación, y en otras similares, el factor clave son las Fuerzas Armadas, ya que el general Williams Kaliman, en su condición de Comandante en Jefe, intervino en una rueda de prensa rodeado de altos oficiales, donde dijo que “luego de analizar la situación conflictiva interna, sugerimos al presidente del Estado que renuncie a su mandato presidencial, permitiendo la pacificación y el mantenimiento de la estabilidad por el bien de nuestra Bolivia”. Llegados a este punto es importante señalar que el artículo 20 de la Ley 1405, o Ley Orgánica de las Fuerzas Armadas, establece que entre las atribuciones y responsabilidades fundamentales del alto mando militar está la de “analizar las situaciones conflictivas internas y externas, para sugerir ante quien corresponda las soluciones apropiadas”.
De acuerdo con esta norma Kaliman se habría ceñido a la ley, ya que primero analizó la “situación conflictiva interna” para luego “sugerir” la renuncia del presidente. Sin embargo, en condiciones normales, ante tal “sugerencia”, el presidente Morales en uso de sus atribuciones ejecutivas lo hubiera cesado fulminantemente. Pero las condiciones existentes no eran tan normales. Morales había perdido no solo el apoyo de sectores importantes de sus bases, compungidas por el fraude y la violencia, como la Central Obrera Boliviana (COB) y la Federación Departamental de Cooperativas Mineras (Fedecomin) de Potosí, sino también gran parte de la legitimidad que lo había acompañado todos estos años. A esto se suma la creciente debilidad de un presidente que se iba quedando cada vez más aislado ante la renuncia de varios de sus ministros y de otros altos cargos institucionales.
Ahora bien, en el supuesto caso de que efectivamente se haya producido un golpe, ¿de qué golpe estamos hablando? Aquí las respuestas también son variadas. Para Morales “ha habido un golpe cívico, político y policial”. Con un lenguaje bastante apocalíptico Ernesto Samper, un connotado impulsor del Grupo de Puebla, dice que lo ocurrido en Bolivia “tiene todos los elementos de lo que podríamos llamar un golpe militar clásico” y, por si faltara algo, que “se está reeditando un golpe militar de los que existían en los años 60”. Sin embargo, el primer decreto firmado por la presidenta interina Jeanine Áñez fue reemplazar al general Kaliman, hasta entonces un fiel aliado de Morales.
Del otro lado se pone en la balanza el incompleto proceso electoral, el informe de la OEA que hablaba de fraude y las movilizaciones populares de protesta, y se agrega que todo esto fue una consecuencia lógica de la obsesión de Morales y Álvaro García Linera para perpetuarse en el poder forzando la legalidad y la Constitución boliviana, reformada por mandato del expresidente. También que Morales no reconoció el resultado del referéndum del 21 de febrero de 2016, que le cerraba las puertas a una nueva reelección y que posteriormente forzó al Tribunal Constitucional y al Tribunal Electoral a habilitar su candidatura con el argumento de que la prohibición a su reelección vulneraba sus derechos humanos.
Estas son las ideas utilizadas por unos y otros en defensa de sus puntos de vista. En este contexto surge un Evo Morales victimizado que afirma: “Mi pecado es ser indígena, dirigente sindical y cocalero”. Por su parte Lula da Silva, tras condenar el golpe en Bolivia y decir que lo que se había hecho contra Morales era un crimen dijo que su: “mi amigo Evo cometió un error cuando buscó un cuarto mandato como presidente”.
Tras su renuncia y unas complicadas negociaciones, el Parlamento boliviano, controlado por una sólida mayoría del MAS, el partido de Morales, aprobó el 23 de noviembre la “Ley de Régimen Excepcional y Transitorio para la Realización de Elecciones Generales 2020”. Esta anula los comicios en los que resultó elegido Morales, decide la renovación total del Tribunal Supremo Electoral (TSE) y la convocatoria de nuevas elecciones en un plazo de cinco meses. Se intenta cerrar así la crisis política abierta tras la interrupción del conteo rápido la noche del domingo 20 de octubre, lo que dio lugar a las acusaciones de fraude.
A la vista de todo esto, la discusión de si hubo o no un golpe en Bolivia suena algo académica y parece destinada a ocultar otros extremos más importantes. En sintonía con la afirmación del golpe también hay que incluir las disparatadas acusaciones de corte conspirativo que hablan de una injerencia imperialista y la vinculan a la explotación de recursos naturales, como el litio.
Por eso, habrá que ver, y solo el tiempo lo podrá comprobar, si las Fuerzas Armadas adquieren en el futuro un protagonismo mayor al que previamente tenían, que ya era elevado. Precisamente una de las características de los gobiernos bolivarianos, comenzando por los de Hugo Chávez y Daniel Ortega, fue la de revalorizar a sus regímenes cívico-militares, en los que las Fuerzas Armadas les servían para reafirmar su poder político. En las últimas semanas se han oído muchas voces alertando de un nuevo protagonismo militar en América Latina, algo que de momento carece de demasiado fundamento.