Si Donald Trump se encuentra en apuros y ante un posible procedimiento de impeachment para su destitución, es porque un funcionario denunció por vías internas (un alertador) que el presidente había utilizado la política exterior contra un oponente político. Posteriormente se está viendo el intento de taparlo. Al final, en Washington, acaban pesando más los escándalos sobre el intento de tapar crímenes o felonías, que los crímenes en sí. Se verá, pues ya se habla de la posibilidad de obstrucción a la investigación por parte de la Casa Blanca y del presidente. En este caso se trataba de la ayuda financiera de EEUU a Ucrania para ir contra el demócrata Joe Biden, en carrera presidencial, para que el nuevo gobierno ucraniano investigara algunos comportamientos empresariales de su hijo, Hunter Biden en aquel país. El famoso quid pro quo.
Aunque con las declaraciones posteriores en el Congreso de diversos diplomáticos y otros funcionarios –en EEUU es un grave delito mentir ante el Congreso–, el asunto ya ha ido mucho más allá de lo que el whistleblower (alertador), supuestamente un agente de la CIA, había denunciado. A resultas del escándalo Watergate que acabó con Richard Nixon, todo lo que hace un presidente en su capacidad oficial se graba (y ahora se transcribe digitalmente), además de que gran parte de sus conversaciones oficiales las escuchan mucha gente, especialistas que ayudan a uno de los cargos más complejos en el mundo, en un país en el que la circulación, más que la retención, de ese tipo de información, es parte del juego del poder.
La figura del whistleblower, textualmente el que toca el silbato para avisar por procedimientos internos que algo se está haciendo mal, contra la ley, es muy de EEUU, aunque tiene equivalentes en Europa. Es el “denunciante”, como lo califica la UE en su propia legislación, y que Wikipedia, muy correctamente, llama el “alertador”. Pues es el que alerta por vías internas, sobre algunos desatinos, irregularidades o ilegalidades. A no confundir con el chivato, el soplón o delator que pasa una información confidencial a los medios de comunicación, aunque muchas de las denuncias acaban ahí para asegurarse que surten efecto.
Puede que el alertador filtre información sobre sus superiores por deseos de venganza o por despecho, como ocurrió con el Garganta Profunda que puso al Washington Post sobre la pista del Watergate. W. Mark Felt –sólo se supo su nombre mucho después– había sido denegado un ascenso en el FBI para el que trabajaba. Pero como indica Toni Mueller, autor del libro Crisis of Conscience: Whistleblowing in the Age of Fraud, a la ley no le importan los rencores del denunciante –“sus motivaciones son irrelevantes”– sino sus acusaciones, que en este caso el Congreso debe sopesar. Mueller no ve a estos denunciantes como héroes, sino simplemente como funcionarios que cumplen con su deber.
Mueller cita otro caso, de un investigador en la Oficina del Inspector Federal en Harrisburg (Pensilvania) al que en 2002 intentaron pararle los pies sus superiores en sus denuncias contra un fraude de grandes dimensiones por parte de algunas empresas farmacéuticas que pesaban mucho en aquel estado. Acabó filtrando sus investigaciones en Internet, facilitando que 10 años después el estado de Texas ganara un pleito cuantioso contra una de esas compañías.
Allison Stanger, autor de Whistleblowers: Honesty in America From Washington to Trump, considera en un reciente artículo que estos denunciantes “no son partidistas, sino custodios de nuestra democracia”. Son necesarios. Hay que protegerlos. Sobre todo, en los servicios de inteligencia, que suelen caer en una zona gris. En 1998 EEUU aprobó la Ley de Protección del Whistleblower en la Comunidad de Inteligencia (Intelligence Community Whistleblower Protection Act), y Obama la reforzó con una orden ejecutiva. Para asuntos laborales, el Departamento de Trabajo de EEUU tiene un programa de protección del whistleblower, para empleados que denuncian discriminaciones por razón de “raza, religión, sexo (incluidos embarazos), origen nacional, edad (para los mayores de 40), discapacidad o información genética”. Es decir, que es una práctica extendida, no sólo entre los servicios de inteligencia o “de Estado”. No se limita a lo público. Por ejemplo, también un whistleblower ha denunciado que la Boeing rechazó las mejoras máximas de seguridad para los 737 antes de los últimos accidentes.
Edward Snowden podía haber actuado de esta guisa y haber presentado una queja ante el inspector general de la Agencia Nacional de Seguridad, tras constatar un sistema de vigilancia masiva irregular. Pero, indica Stanger, sus revelaciones se hubieran quedado ahí y nunca habrían llegado al público. Pues en materia de seguridad nacional, a pesar de las normas citadas, los whistleblowers no están suficientemente protegidos. Al denunciante de la conversación de Trump con Zelenski, lo están protegiendo, incluso ante la petición de que comparezca ante comisiones de la Cámara de Representantes, donde muchas declaraciones se han hecho a puerta cerrada, aunque ahora se ha pasado a una fase abierta.
Hay otro caso, que es el funcionario anónimo que el año pasado escribió un artículo en The New York Times –por vez primera para ese referente periodístico sin desvelar su identidad aunque el diario la comprobó– para explicar el mal hacer de la Casa Blanca desde dentro, declarándose parte de la “resistencia” interna. Ahora publica un libro donde amplia sus revelaciones, pero se han elevado algunas voces –como la de Joe Klein, autor del famoso Primary Colors publicado entonces como anónimo, sobre la campaña presidencial de Bill Clinton en 1992– para pedir que desvele su identidad.
En la UE, los denunciantes de irregularidades o prácticas corruptas –en contratación pública, servicios financieros, blanqueo de capitales, seguridad de los productos y transportes, salud pública, o datos, entre otros–, se verán mejor protegidos a partir de 2021 por una nueva legislación aprobada en abril por el Parlamento Europeo y en octubre por el Consejo para reforzar sus garantías frente de represalias y crear “canales seguros” para sus denuncias. Proteger mejor a los alertadores es también un avance democrático en Europa.