Elogio de las virtudes ordinarias en la era de los derechos

Elogio de las virtudes ordinarias en la era de los derechos. Una mujer elabora los fideos "soba" en el distrito de Kawanuma (Fukushima, Japón).Foto: mrhayata (CC BY-SA 2.0). Blog Elcano
Una mujer elabora los fideos "soba" en el distrito de Kawanuma (Fukushima, Japón). Foto: mrhayata (CC BY-SA 2.0).
Elogio de las virtudes ordinarias en la era de los derechos. Una mujer elabora los fideos "soba" en el distrito de Kawanuma (Fukushima, Japón).Foto: mrhayata (CC BY-SA 2.0). Blog Elcano
Una mujer elabora los fideos «soba» en el distrito de Kawanuma (Fukushima, Japón).  Foto: mrhayata (CC BY-SA 2.0).

Tuve ocasión de leer “The ordinary virtues: moral order in a divided world” de Michael Ignatieff, poco antes de que el libro fuera presentado recientemente en Madrid. Toda lectura del intelectual y político canadiense, discípulo de Isaiah Berlin, es un ejercicio saludable, una guía de coordenadas para un mundo confuso e imprevisible. Lo primero que llama la atención en este libro es que alguien tome partido por la virtud;  una  palabra que a algunos se les antoja antigua y vacía de contenido, quizás porque la han asociado a algún tipo de hipocresía. En su afán iconoclasta han olvidado, sin embargo, llenar el vacío dejado por las virtudes en la vida de la gente corriente, y han asumido el “pensamiento mágico” de que todo se resuelve con la mera  obediencia a las leyes cuando, en realidad, nada puede ser más efímero que una ley porque su vigencia depende, en gran medida, de la voluntad política. Además, si el ciudadano no hace de esa ley uno de sus puntos de referencia, el resultado será también una cáscara tan vacía como la de la moral. Es frecuente el desfase entre las normas y la vida social.

Estamos acostumbrados al discurso de los derechos en el mundo actual, y hay quien se siente satisfecho con desplegar una lista de los tratados y convenciones internacionales sobre derechos humanos que ha ratificado tal o cual país. Sin embargo, Ignatieff nos recuerda que para mucha gente corriente esto no deja de ser una abstracción que poco influye en su vida cotidiana. Esto me hace pensar en la opinión que manifestaba a su vez un miembro de una ONG, dedicada a la acogida de inmigrantes llegados a las costas del Mediterráneo. Para él, lo más importante ante ese tipo de situaciones era la responsabilidad de quienes denegaban el deber de socorro a estos refugiados. Estaban incumpliendo la ley y eso habría de traerles consecuencias. La justificación de la acogida se basaba en la ley, y los sentimientos derivados de virtudes, como la compasión, significaban poca cosa. Ignatieff no habría estado de acuerdo con esos planteamientos que separan radicalmente la moral del derecho. De ahí que en The ordinary virtues… insista en que el lenguaje de las virtudes ordinarias es el de la compasión y la generosidad. Así mismo, sobre este particular, me gustaría recordar la opinión del gran internacionalista uruguayo, Héctor Gros Espiell, que afirmaba que el Derecho de los derechos humanos no se puede desvincular de la moral, pues sin ella no se puede sustentar ni aplicar eficazmente.

La tesis de Ignatieff es clara: no bastan las leyes, son también necesarias las virtudes morales u ordinarias. En efecto, el lenguaje de los derechos es el de los Estados y de las élites liberales, según nuestro autor. En teoría, sería la expresión perfecta para la construcción de una ética global, pero el problema es que muchos habitantes de nuestro planeta se aferran a lo local porque consideran que la globalización es una amenaza para sus existencias cotidianas. Cada vez es más frecuente que los valores universales sean negados, al menos en la práctica, en nombre de una democracia que termina por sustentar intereses nacionales egoístas. Asistimos a la paradoja que el principio de la democracia, de la libre determinación en el sentido amplio del término, se imponga sobre el principio de una justicia para todos. La consecuencia, y la estamos viendo en los nacionalismos y populismos de distinto signo, es que los intereses de ciertos países con gobiernos elegidos democráticamente, tienden a prevalecer sobre los intereses de gente de otros países. Esta es la lógica del “America First”, por poner un conocido ejemplo, que no es otra que la del miedo a la globalización, un temor acentuado en el mundo posimperial, según la expresión de Ignatieff, por la ansiedad derivada de la percepción de que no hay nadie que esté tomando las riendas. Como contraste con estas actitud, podríamos citar los programas de acogimiento de refugiados en Canadá, en el que se apela a la hospitalidad y generosidad de las familias ordinarias, y esto resulta mucho más eficaz que las apelaciones retóricas a los derechos humanos.

En una época de inseguridades como la nuestra, virtudes ordinarias como la confianza, la tolerancia, el perdón, la reconciliación o la resilencia tienen una importancia trascendental. Lo ha podido comprobar Ignatieff en su libro, resultado de una investigación de campo para el Carnegie Council en países tan dispares como EEUU, Brasil, Myanmar, Japón o Sudáfrica. En cualquiera de estos lugares las virtudes son comunes a los seres humanos, y tanto Ignatieff, como sus compañeros de investigación, tuvieron ocasión de comprobarlo, pues se sintieron acogidos generosamente.  Las virtudes ordinarias son, por definición, antipolíticas y antiideológicas. Se aprecia claramente la formación en filosofía clásica del autor en su creencia de que las virtudes se afianzan a partir de la lucha contra los vicios, y menciona algunos como la avaricia, la ambición, la enemistad y el odio. Al igual que su maestro, Isaiah Berlin, Ignatieff es un defensor del legado de la Ilustración, aunque reconozca sus deficiencias derivadas del fuste torcido de la humanidad, en la conocida expresión de Immanuel Kant. Frente al pesimismo de quienes creen que vivimos en un mundo hobbesiano regido por depredadores, Ignatieff parece apostar por una moral de tipo kantiano en la que lo individual, lo local, alcance una dimensión universal.

Sin embargo, el enfoque kantiano se enfrenta a la reacción frente a los efectos de la globalización. Ignatieff está convencido de que no es algo pasajero. El orgullo nacional y las tradiciones locales encabezan una fuerte resistencia hacia toda moralidad universal. Esto explica que mayorías democráticas, apegadas a los valores locales, no crean en obligaciones universales hacia los otros. Se podría añadir que esta es una época para el soberanismo a escala global, y esto no es privativo de Rusia y China sino que también lo apoyan ciudadanos de países democráticos. Con todo, no hay que idealizar los sistemas políticos, aunque estos sean democráticos, y dejar de lado las virtudes ordinarias. En cualquier sistema pueden darse situaciones de oligarquía, corrupción e injusticia, pero se les debería hacer frente por medio de las virtudes ordinarias. De hecho, en este libro se nos recuerda que la piedad personal ha hecho más por salvar vidas que el mero lenguaje de los derechos.