Sin hablar de España, donde aumenta el número de los que ya se hacen esa pregunta, las convocatorias electorales que acaban de celebrarse en Túnez y Líbano, más las próximas en Irak (12 de mayo) y Turquía (24 de junio), arrojan crecientes dudas sobre su verdadero sentido y consecuencias. Todo ello sin perder de vista que esa posibilidad es una quimera en países donde la oportunidad de que los votantes se expresen libremente es nula, sea en Corea del Norte, República Centroafricana, Cuba, Yemen o en decenas de países. Y también sin caer en el error de pensar que la celebración regular de elecciones da marchamo de democracia a un determinado régimen (sirva Egipto como mero ejemplo de tantos otros casos).
En ese contexto hay que valorar como una buena noticia que en Túnez se acaben de celebrar las primeras elecciones municipales desde la caída del régimen de Ben Ali en 2011. A fin de cuentas, y en términos comparativos, Túnez es la última esperanza de que lo que en su día algunos denominaron apresuradamente “primavera árabe” que suponga no solo la caída de un dictador sino la transición hacia un régimen democrático. Señales positivas de que el país está en senda son, a modo de ejemplo, que Ennahda entregara el poder tras perder las elecciones de 2014 (enmudeciendo a los agoreros que se empeñan en ver al islamismo político como una simple encarnación tramposa del terrorismo yihadista). Y lo mismo cabe decir del hecho de que las listas electorales sean paritarias, obligando a presentar como cabezas de lista a tantos hombres como mujeres a los partidos que presentan candidaturas en más de una circunscripción. Mención especial merece el dato de que el mismo partido islamista Ennahda, el único con candidaturas en todas las circunscripciones junto a Nida Tunis, presenta a Simon Slama, uno de los apenas 1.200 judíos que todavía residen en el país, como cabeza de lista en la ciudad de Monastir. Si se confirman las noticias más recientes, los independientes son los vencedores netos de los comicios, lo que, además de confirmar el deterioro de los partidos, dificultará a buen seguro la gestión de los asuntos públicos en unos ayuntamientos que ahora cuentan con más competencias que nunca.
Pero nada de eso permite dejar de lado que el salafismo crece a ojos vista o que la seguridad sigue siendo una asignatura pendiente, con miles de jóvenes apuntándose a opciones radicales e incluso violentas. Mientras tanto, y a la espera de los resultados oficiales, el panorama nacional aparece dominado por una generalizada sensación de frustración, como lo demuestra el hecho de que la participación real (considerando la totalidad del censo electoral y no solo los votantes que se han inscrito) no ha superado el 17%. La causa principal de ese generalizado sentimiento está en la mala situación socioeconómica –al borde de la bancarrota, con un dinar en caída libre y cuando ya se perciben los efectos negativos de la disciplina impuesta por el FMI tras la concesión de unos préstamos que han terminado por elevar la deuda del 41%, en 2010, al 71% actual. Y tampoco ayuda, por supuesto, la percepción de que el dominio político de Ennahda (subiendo) y el de Nida Tunis (bajando), que muchos ven como una mera continuación del antiguo régimen, impide llevar a cabo verdaderas reformas que terminen con una corrupción endémica y una concepción patrimonialista del poder.
Por lo que respecta a Líbano, también es inicialmente positivo que se hayan celebrado, tras nueve años, las elecciones legislativas tantas veces pospuestas. En este caso la principal novedad ha sido que el tradicional sistema mayoritario ha sido sustituido por uno proporcional y que el número de distritos electorales se ha reducido de 26 a 15. Sin embargo, y también a la espera de que los resultados definitivos, no parece que eso haya animado más a los votantes (con una participación inferior a la de los anteriores comicios) y todo apunta a que nada alterará la estructura de un sistema en el que al menos el 70% de los escaños ya está predeterminado en clave confesional.
De ese modo, y mientras figuras como Nabih Berri y Walid Jumblatt parecen salir finalmente de la escena, parece claro que se mantendrá el (más aparente que real) dominio de la alianza encabezada por el debilitado primer ministro, Saad Hariri. Eso no quita para que sea Hezbolá, que sigue aumentando su peso político y militar, con el apoyo directo del grupo chií Amal y del cristiano Movimiento Patriótico Libre (MPL), quien siga manteniendo su capacidad de veto sobre los asuntos principales de la agenda nacional. Mientras tanto, en el horizonte de 2022 va tomando forma el entendimiento entre el presidente Michel Aoun y el propio Hariri para mantener el reparto de poder, de tal modo que para entonces el segundo pueda mantener su puesto y la presidencia pase a manos de Gebran Bassil, yerno de Aoun y actual ministro de Asuntos Exteriores y cabeza del MPL. Pero para eso aún queda mucho tiempo y en un Líbano atascado por una crisis de refugiados y el futuro de la explotación de los yacimientos de gas encontrados en sus aguas e inmediaciones, nada puede darse por descontado de antemano.