La imagen que, en términos políticos, transmiten las monarquías del Golfo deja poco resquicio para imaginarlas como sistemas plenamente democráticos y Estados de derecho funcionales. Por el contrario, transmiten la idea de regímenes autoritarios, represivos y escasamente sensibles a los aires de reforma que puedan tener sus poblaciones. En esas circunstancias no es raro que la celebración de elecciones, como la registrada el pasado día 26 en Kuwait, apenas ofrezca interés alguno para el observador interesado y, menos aún, para unos potenciales votantes que son sobradamente conscientes de la inutilidad de su gesto acercándose a las urnas.
Kuwait no se sale de ese trazo grueso. Si pensamos tan solo en los usos y costumbres de la familia reinante –ahora liderada por el emir Sheikh Sabah al-Ahmad al-Jaber al-Sabah– y que en los últimos ocho años el parlamento ha sido disuelto seis veces por expreso deseo del monarca. Si a eso se añade que nunca se hayan cumplido los cuatro años de legislatura desde su independencia en 1961, cabe concluir que, efectivamente, “elecciones en Kuwait” es un oxímoron.
Pero aun así –y con la ventaja de no necesitar los resultados definitivos para saber que, a diferencia de las sorpresas del Brexit o de Trump, nada sustancial ha cambiado– estos comicios resultan interesantes por varios motivos. En primer lugar, muestran a un país que, comparativamente tiene un parlamento mucho más potente que el resto de sus convecinos. Si nos remontamos al inicio de su vida independiente, podemos comprobar como el dominio político en manos de la familia Al-Sabah en ese pequeño territorio no iba acompañado del monopolio del poder económico, donde otras familias habían logrado, ya bajo dominio británico, reservarse notables parcelas de poder. Esto determinó que los Al-Sabah tuvieran que contemporizar con otros influyentes actores locales, acordando un sistema que permitió a estos últimos, a través entre otros canales del parlamento, modular los designios del monarca de turno.
El país se fundamenta en su riqueza petrolífera (es el sexto a nivel mundial por volumen de reservas). Sobre esa base ha logrado sistemáticamente mantener la paz social, asegurando notables privilegios a sus 1,6 millones de nacionales (mientras deja fuera de juego a otros 1,3 millones de extranjeros), con un potentísimo sector público que es el refugio habitual de quienes se incorporan al mercado laboral (en una proporción muy superior a la del resto de los miembros del Consejo de Cooperación del Golfo) y al que se dedica no menos de los dos tercios de todo lo ingresado por la venta del petróleo. Pero, como también ha ocurrido en el resto de la zona, esa altísima dependencia de los hidrocarburos está comenzando a pasar factura actualmente a un régimen que no tiene alternativas viables a corto plazo, aunque, en todo caso, cuenta todavía con un considerable volumen de recursos para gestionar las tensiones que las tímidas reformas que ha encarado hasta ahora puedan provocar.
El parlamento –Majlis al Umma, con 65 escaños, de los cuales 15 están reservados a los ministros nombrados por el emi– es uno de los epicentros más visibles de esas tensiones, como lo demuestra el hecho mismo de que hayan tenido que celebrarse nuevas elecciones tras la disolución decretada por el emir el pasado mes de octubre. Habitualmente la asamblea nacional ha sido el foro en el que se han dirimido las tensiones internas de la familia reinante; pero al mismo tiempo ha ido aumentado su capacidad para controlar al ejecutivo, aunque solo sea parcialmente, en la medida en que puede bloquear o proponer legislación y controlar al primer ministro o los miembros de su gabinete. Incluso tiene la potestad de aprobar la designación del príncipe heredero efectuada por el emir (o de elegir a alguien entre una terna propuesta por éste, si la primera opción no sale adelante).
A la vista de esas atribuciones, el emir ya no puede permitirse gobernar al margen de la asamblea; aunque, como ya hemos señalado, siempre puede disolverla si algo de lo que haga o diga afecta a cuestiones que considere vitales. Y en la situación actual –cuando el déficit presupuestario estimado para este año ronda ya los 30.000 millones de dólares (sobre un PIB en caída que apenas supera los 100.000)– se impone la necesidad de recortar subsidios y empleos hasta hace poco aparentemente vitalicios. Así, ya se han elevado los precios de la energía e introducido algunas cargas fiscales, mientras se pretende unificar a la baja los salarios públicos (sin atreverse probablemente a incluir a los del sector petrolífero, que son cinco veces más altos).
La aprobación de este tipo de medidas supondrá, a buen seguro, un considerable debate entre los Al-Sabah y la oposición. Una oposición en la que destaca nuevamente el Movimiento Constitucional Islámico (rama kuwaití de los Hermanos Musulmanes), que ha logrado seis escaños (antes tan solo uno), los mismos que los chiíes (antes tenían 9), mientras que los salafistas han sido completamente barridos, las principales tribus (Awazen, Mutair y Ajman) han perdido peso en favor de otras menores y solo aparece una mujer (Safaa al-Hashem). Nada, en definitiva, que el emir no pueda manejar con métodos similares a los empleados hasta ahora.