Elecciones en Uruguay y el voto de castigo a los oficialismos

Vehículo decorado con carteles de campaña electoral del Frente Amplio, que muestra a Yamandú Orsi como candidato a presidente y Carolina Cosse como candidata a vicepresidenta. Delante del vehículo, se observan banderas de Uruguay y del Frente Amplio, junto a conos naranjas y transeúntes en una calle. Uruguay
Actividad de campaña del Frente Amplio en la Rambla de Montevideo (Uruguay), destacando el apoyo a la candidatura de Yamandú Orsi y Carolina Cosse. Foto: BiblioJu (Wikimedia Commons/CC BY-SA 4.0).

Uruguay vivió la segunda vuelta de las elecciones presidenciales el pasado 24 de noviembre, después de que un mes antes en primera vuelta ningún candidato obtuviera la mayoría. A pesar de que lo predecían las encuestas, el triunfo en segunda vuelta de la opositora coalición de izquierdas (Frente Amplio) fue recibido con sorpresa. El candidato del Frente Amplio, Yamandú Orsi, ganó con holgura. Obtuvo un 49,8% de los votos frente a un 45,8% de Álvaro Delgado, el candidato del centro-derecha de la gobernante Coalición Republicana, integrada por los partidos históricos de Uruguay, el Partido Nacional y el Partido Colorado y otros partidos menores. Este desenlace pone de manifiesto una tendencia regional y global: el creciente voto de castigo a los oficialismos, incluso en contextos de buenos indicadores macroeconómicos y alta aprobación presidencial.

En efecto, dos factores clave hacían pensar en un posible triunfo del oficialismo. En primer lugar, la elevada aprobación de la gestión del presidente Luis Lacalle Pou (para aclarar, en Uruguay no hay posibilidad de reelección). En segundo lugar, una economía en franca recuperación desde el fin de la pandemia, un crecimiento vigoroso del empleo y niveles de desempleo históricamente bajos.

Sin embargo, no fue ese el resultado. El triunfo de la oposición en Uruguay se enmarca así en un panorama de rechazo mayoritario a los oficialismos. En dos tercios de las elecciones que tuvieron lugar entre 2002 y 2024 en los países desarrollados que supervisa ParlGov, los partidos en el gobierno fueron derrotados o redujeron su caudal electoral. En América Latina, en dos tercios de las elecciones que tuvieron lugar entre 2022 y 2024 ganó la oposición.

“El triunfo de la oposición en Uruguay se enmarca así en un panorama de rechazo mayoritario a los oficialismos”.

Este rechazo generalizado a los oficialismos se produce en un contexto de buenos datos macroeconómicos: recuperación post-pandemia del PIB, inflación en caída, y, más importante aún, tasas históricamente bajas de desempleo. Ocurrió en Estados Unidos (EEUU), donde el Partido Demócrata pierde el poder ante Donald Trump. Ocurrió en el Reino Unido, donde el Partido Conservador sufrió una derrota aplastante con el opositor Partido Laborista. Ocurrió en Francia, donde el partido de extrema derecha de Marine Le Pen resultó ser el más votado y hoy es una fuerza decisiva en el parlamento. En Uruguay, la Coalición Republicana pierde el poder también a pesar de los buenos datos macroeconómicos.

Varios analistas han sugerido que este rechazo a los oficialismos tiene su común denominador en la inflación, que se disparó en todas partes después de la pandemia, y, aunque desaceleró su ritmo en los últimos meses, dejó tras de sí un aumento significativo en el coste de vida. Lo que costaba 100 al comienzo de la pandemia hoy cuesta hoy 115 en Francia, más de 120 en EEUU y el Reino Unido, y más de 130 en Uruguay (Figura 1). Según esta lógica, este aumento en el coste de vida castigó el bolsillo de los votantes y éstos, a los partidos en el gobierno.

Y, sin embargo, no ocurrió así en México a pesar de que el aumento del coste de la vida post pandemia fue también significativo, mayor a la de EEUU, el Reino Unido y Francia, y cercana a la de Uruguay. A diferencia de lo ocurrido en esos cuatro países, en México, el partido de gobierno que llevó como candidata a Claudia Sheinbaum (delfín del presidente saliente Andrés Manuel López Obrador) fue reelegido por una mayoría arrolladora en las elecciones presidenciales de junio.

Tal como lo señalamos después del triunfo de Trump en EEUU en el análisis titulado “Sheinbaum y Trump: lo que sus triunfos nos revelan sobre política y economía”, aunque México tuvo un empuje inflacionario similar en magnitud y en duración al del resto de los países en los que perdió el oficialismo, el salario creció sustantivamente por encima de la inflación y acumuló una importante mejora en su poder adquisitivo durante el sexenio de López Obrador,[1] contrariamente a lo sucedido en EEUU, el Reino Unido, Francia y Uruguay, donde el poder adquisitivo de los salarios se mantuvo estancado (Figura 2).

Lo que ilustra un detalle no menor: no es necesariamente la subida de los precios per se la que afecta al bolsillo del votante, sino su impacto sobre el poder adquisitivo de los salarios, que es la forma en que la mayor parte de la población obtiene sus ingresos.

Si antes de las elecciones en Uruguay hubiésemos visto la Figura 2, habríamos anticipado, tal como lo hicieron las encuestas, que la coalición gobernante lo iba a tener difícil a pesar de la popularidad del presidente y la buena situación de los indicadores macroeconómicos como el PIB, la inflación y el empleo.

En buen romance, y sin desconocer la importancia de otros factores en la decisión de los votantes, el peso de la economía de bolsillo sigue siendo un factor decisivo en los resultados electorales.  


[1] Esto se debió a una serie de iniciativas clave como el aumento del salario mínimo (que se duplicó en términos reales entre 2018 y 2024); la regulación de la tercerización (outsourcing) que apuntó a asegurar mejores condiciones laborales, acceso a seguridad social, derechos de antigüedad y mejores prestaciones para los trabajadores; y programas de bienestar social que crearon mejoras tangibles para los trabajadores y que tuvieron un efecto mucho más decisivo entre los votantes que los indicadores económicos más generales como el PIB.