Después de tres elecciones nacionales seguidas a las que he podido asistir como observadora internacional invitada por el Consejo Nacional Electoral de Colombia, si tuviera que resumir mi percepción general sobre ellas, sería la absoluta normalidad del funcionamiento del sistema electoral colombiano: elecciones transparentes y sin violencia, ni incidentes que destacar. Estas son las características de las legislativas del 11 de marzo y de la primera y segunda vuelta presidencial el 27 de mayo y el 17 de junio, respectivamente. De acuerdo con esta percepción me propongo reflexionar por qué mi visión estaría en oposición a la percepción de muchos ciudadanos colombianos, algún observador internacional y medios de comunicación que han sostenido la supuesta existencia de fraude o, cuando menos, han mostrado sus dudas y sospechas. Hasta donde me consta, sin embargo, no se ha podido demostrar la veracidad de las denuncias más mediáticas y, en cualquier caso, han sido atendidas e investigadas por las autoridades y se han dado las oportunas explicaciones. En cualquier caso, las prácticas fraudulentas demostradas han puesto de manifiesto que no se trataba de fraudes masivos ni de una práctica sistémica, ni sistemática, de fraude electoral.
“Los importantes avances logrados en libertad, transparencia y seguridad constatados en las elecciones son méritos de todos: de la ciudadanía y, sin duda, de las instituciones electorales”.
En este sentido, en nada ayudaron las reiteradas denuncias de fraude de algún candidato presidencial acerca del sistema informático empleado para las elecciones o la difusión de uno de los tres documentos, los llamados E-14, empleados para la contabilización de votos, que se publicaron en las redes sociales. Estos estaban supuestamente manipulados para sumar votos falsos a una candidatura en particular. Todo ello hizo inevitable que en los tres procesos electorales planeara el “fantasma del fraude”, como recogió la prensa nacional e internacional.
El efecto de estas denuncias, no todas probadas y otras investigadas y desmentidas por los órganos electorales, no tendrían eco si la confianza de la ciudadanía en las instituciones estatales fuera sólida. Ésta es una de las claves que explicaría las diferencias entre mi percepción como observadora y la de una porción significativa de la ciudadanía colombiana. Se trata de explicar por qué mi percepción después de preguntar, durante las tres elecciones, en colegios de Bogotá y Villavicencio a votantes, a miembros de jurados (mesas electorales), a testigos (interventores y apoderados) y a todos los funcionarios presentes en los colegios (policías nacionales, policías judiciales, representantes de la Registraduría Nacional y de la Defensoría del Pueblo) es la de absoluta normalidad y transparencia, a diferencia de la negativa percepción ciudadana. Algún colega ha intentado explicar “mi idílica” percepción porque mi presencia se ha reducido a entornos urbanos, pero también se han denunciado supuestos fraudes en estos mismos entornos y la población urbana muestra desconfianza tanto de los entornos urbanos como rurales. No parece que este pudiera ser un argumento que explicara todas las circunstancias. Obviamente, mi visión tampoco es completa pues se limita a los colegios y espacios destinados a votar que he visitado. Sin embargo, es absolutamente coincidente para las tres elecciones.
No se trata de afirmar que se haya logrado eliminar por completo el fraude, pero sin duda no se corresponde con la dimensión que la ciudadanía le pueda otorgar o cuando menos la dimensión de las sospechas de fraude que pudieran existir al respecto. La propuesta es poner de manifiesto que las diferencias entre mi percepción y la percepción crítica ciudadana viene dada fundamentalmente por la falta de confianza institucional. Una vez constatada esta desconfianza a través de datos estadísticos, se trata de poner de manifiesto la importancia de las instituciones para el fortalecimiento democrático y, muy particularmente, la necesaria confianza que la ciudadanía debe tener en ellas. Si esta condición no se cumple, cabe el riesgo de que todas las mejoras y avances logrados por las instituciones electorales tuvieran resultados parciales.
Los importantes avances logrados en libertad, transparencia y seguridad constatados en las elecciones es mérito de todos: de la ciudadanía y, sin duda, de las instituciones electorales. Sin embargo, en última instancia, la falta de confianza de los ciudadanos puede acabar bloqueando, en buena parte, los avances importantes que, en este sentido, han logrado las instituciones electorales. Por este motivo es trascendental que además del esfuerzo en lograr mayor transparencia, estas instituciones logren ganarse dicha confianza.
Hay diferentes aspectos que revelan que esta desconfianza es generalizada en toda la región latinoamericana en general y en Colombia en particular. Según el Informe Latinobarómetro 2017, sin perjuicio de otros datos, hay tres variables que están interrelacionadas y que reflejan de manera evidente este problema. La primera y más evidente es la baja confianza expresada de manera explícita en las instituciones estatales. En este sentido, el Banco de Desarrollo en América Latina ha destacado los bajos niveles existentes, ya que tres de cada cuatro ciudadanos de América Latina tienen poca o ninguna confianza en sus gobiernos. Si atendemos a la media regional y a la confianza institucional, de 17 países latinoamericanos, sólo cuatro superan a Colombia en desconfianza por lo que respecta al tribunal electoral/institución electoral, al poder judicial, al gobierno, al parlamento y a los partidos políticos.
Utilizando la misma fuente, no deja de ser también significativa la percepción ciudadana sobre corrupción, una cuestión íntimamente relacionada con el nivel de confianza institucional. En este sentido, y en coherencia con el dato anterior, el 20% de los colombianos cree que es la principal preocupación del país, lo que le ubica como el segundo país de toda América Latina donde se considera esta lacra como el principal problema.
Con relación a la valoración sobre los progresos logrados por el gobierno en la lucha contra la corrupción, los colombianos también hacen una valoración negativa.
El tercer y último dato está directamente relacionado con la cuestión tratada: el valor del voto, en particular cuán limpia es la competencia electoral y hasta qué punto los ciudadanos consideran que el voto está determinado por el cohecho y el clientelismo.
En este caso, el 31% de los colombianos cree que el voto no se ejerce de manera limpia, un porcentaje que explica en buena parte por qué “el fantasma del fraude” ha sobrevolado los tres procesos electorales.
Curiosamente, y pese a estas percepciones, la primera vuelta presidencial pone de manifiesto la posible existencia de importantes cambios que podrían estar dándose en la cultura política colombiana con relación al valor del voto y que, sin embargo, no han sido explicados del todo ni particularmente valorados. En vísperas de la primera vuelta electoral, buena parte de ciudadanos y analistas consideraban que la “maquinaria electoral” de un candidato en particular podría modificar las previsiones de los resultados desde hacía meses y lograr que éste pasara a la segunda vuelta, frente a todas las encuestas y previsiones realizadas. En Colombia se utilizan el término “maquinaria electoral” para denominar las prácticas clientelares y el cohecho para conseguir votos. Finalmente, este cálculo no se dio y, frente a este supuesto, ganaron los candidatos previstos. En este caso, cabe preguntarse si falló entonces la “maquinaria electoral” disponible a nivel nacional. Muchos ciudadanos que barajaban este supuesto podrían contraargumentar que falló la maquinaria electoral de ese candidato, pero no la de los dos candidatos más votados. Sin embargo, cabe una observación más: ¿cómo se explica la posición obtenida por el tercer candidato? Fue una posición muy próxima a la segunda y de un aspirante a la presidencia al que nadie acusó de lograr su victoria por “maquinaria electoral” alguna, ya que todo el mundo suponía que carecía de dicha maquinaria, cuando menos a nivel nacional.
De esta forma, aun considerando las suposiciones basadas fundamentalmente en la existencia de poderosas maquinarias electorales que anularían el voto libre, la posición del tercer candidato no podría explicarse por fraude, ni cohecho ni clientelismo, sino precisamente porque no funcionaron y habría predominado el voto libre. Si esta cuestión pudiera demostrarse, éste podría ser un síntoma de los cambios que mostrarían la erosión de los mecanismos tradicionales del clientelismo y, en última instancia, la existencia de elecciones libre. Si así se pudiera demostrar a los ciudadanos, sin duda se alimentaría la confianza institucional y, así, el fortalecimiento democrático.
Como adelantamos inicialmente, con los datos y los interrogantes expuestos he intentado explicar por qué mi percepción es tan diferente a la de muchos ciudadanos en relación con el fraude en las elecciones de acuerdo con los testimonios escuchados, al análisis de la prensa y a las estadísticas existentes.
El problema bajo esta percepción, de la que sin duda siempre va a ser responsable el Estado, acaba por generar una inercia que bloquea las posibilidades de cambio y, en definitiva, de consolidación democrática que persigue la misma sociedad. No por eso dejan de tener importancia los esfuerzos de las instituciones electorales por hacer más transparentes las elecciones, ni los logros alcanzados, pero éstos estarán siempre limitados mientras la ciudadanía no confíe en ellas.
La solución ya está en marcha y en Colombia no puede ser otra que persistir en fortalecer el sistema electoral y los mecanismos de transparencia hasta convencer al ciudadano de la solidez de las instituciones electorales que, como he podido comprobar, han logrado una destacada evolución en transparencia y funcionamiento. Estas han sido unas elecciones históricas, las primeras tras la firma de la paz. Su forma de organizarse y desarrollarse ha mostrado los logros institucionales y la madurez de la ciudadanía colombiana, lo que augura un futuro prometedor para Colombia.
Por eso, el referéndum anticorrupción que tendrá lugar en breve es trascendental. Es una demanda que ha abierto muchas expectativas en la ciudadanía y que, sin duda, representa una oportunidad para el Estado y sus instituciones de mostrar la trascendencia que otorga a la confianza ciudadana, sin la cual realmente no puede consolidarse.