“Vamos a tener que revisarlo todo” es uno de los comentarios que circula en el Partido Republicano tras la celebración del segundo debate presidencial en EEUU y la filtración previa de un vídeo con comentarios sexistas de Trump. Y eso que el candidato republicano mejoró con respecto al primer round siendo capaz de frenar la debacle que provocaron sus palabras sobre las mujeres. Ese “todo” se refiere a la gran preocupación de los republicanos tanto por el resultado de las presidenciales como por el de las otras elecciones que están en juego: las del Congreso de EEUU, clave en ese equilibrio de poder de check and balance.
El actual Senado de EEUU está formado por 54 republicanos y 46 demócratas, entre ellos dos independientes. El 8 de noviembre 34 asientos estarán en juego, de los cuales 24 están en manos del GOP. A los demócratas les bastaría con arrancar al contrario cuatro escaños si Hillary Clinton gana la presidencia o cinco si vence Donald Trump (hay que tener en cuenta que el vicepresidente de EEUU es quien preside la Cámara Alta y quien define las votaciones en caso de empate).
En cuanto a la Cámara de Representantes, 246 son republicanos frente a 186 demócratas, con tres vacantes. Los demócratas necesitarían capturar 30 escaños para volver a tener mayoría. En este caso parece prácticamente imposible que haya un vuelco. Ciertos factores estructurales, la reestructuración decenal del censo de 2010 y la victoria republicana en las últimas elecciones de medio término hacen prácticamente imposible que ocurra. La creencia generalizada es que durante esta década será muy difícil o prácticamente imposible que en la Cámara Baja predomine el azul.
La nominación de Trump como candidato oficial provocó una fuerte división en el partido y desde la convención de julio muchos congresistas republicanos se distanciaron de él para no perder apoyos entre aquellos sectores de la población objeto de comentarios despectivos por parte de Trump. John McCain, por ejemplo, que se enfrenta a la demócrata Ann Kirkpatrick en Arizona, ha dicho durante meses que teme que el candidato de su partido le perjudique en la votación en un Estado con una creciente números de votantes hispanos. Al mismo tiempo, los demócratas han bombardeado a los electores con vídeos que trataban de vincular a algunos de los congresistas más vulnerables con el representante del GOP.
Desde el Comité Nacional Republicano del Senado y del Congreso se han dado instrucciones a los candidatos, desde el principio y de forma repetitiva, para que se centren en sus propias carreras independientemente de la presidencial, una sugerencia que resuena ahora más que nunca.
El propio Paul Ryan, presidente de la Cámara de Representantes, ha trabajado durante meses para protegerse a sí mismo y a parte del partido de Trump, quizás pensando en las elecciones de 2020. Criticó los comentarios del candidato sobre los musulmanes y le echó en cara no haberse desmarcado del apoyo de David Duke, líder de un grupo de supremacía blanca. El último escándalo estallaba paradójicamente cuando Ryan promocionaba la firma por parte de Obama de una ley que incluye medidas para proteger a aquellos que han sido objeto de una agresión sexual: “With this bill, Congress helps gives a voice to the voiceless. Because victims of sexual assault deserve full protection under the law—and this legislation reaffirms the fact that their right to justice is unconditional,” dijo Ryan. No debe sorprender, por tanto, su decisión —anunciada poco después del segundo debate— de dejar de hacer campaña por Donald Trump para centrarse en proteger las mayorías en el Congreso y evitar que Clinton no tenga un cheque en blanco si es elegida.
Antes del vídeo y del segundo debate presidencial los demócratas tenían un 53% posibilidades de ganar la mayoría en el Senado, con Illinois y Wisconsin casi con seguridad en el lado demócrata. Las dudas estaba en si serían capaces de ganar en tres de los siguientes Estados: Florida, Indiana, Misuri, Nevada —con muchos latinos—, New Hampshire —con un buen número de votantes blancos con elevada educación—, Carolina del Norte —con un importante grupo de afroamericanos— y Pensilvania. Todas ellas carreras muy reñidas en la que ningún candidato ganaba por más de tres puntos, a excepción de Florida, que quedaría a manos de Marco Rubio. Pero a estas alturas de la campaña y tras lo ocurrido en los últimos días parece que hay muchas posibilidades de que la balanza caiga del lado de partido azul. Además, varios republicanos han afirmado abiertamente en los últimos días que no apoyarán a Donald Trump. Sin embargo, muchos aún permanecen en silencio porque temen perder esa base que aún mantiene el magnate. ¿Cuál será la clave entonces? Saber si los votantes distinguen entre Trump y el resto de los republicanos o, si por el contrario, les ponen a todos en el mismo saco. Lo sabremos pronto.