El coronavirus y la forma de intentar controlar sus efectos, incluso la forma de pensarlo, está parando el mundo (salvo para conflictos como Siria y sus refugiados, Libia o incluso Irak), un parón que conlleva grandes riesgos. No es que el coronavirus haya puesto en marcha un proceso de desglobalización. Venía de antes, de las reacciones a la crisis de 2008 y lo que ha seguido. El COVID-19, la amplitud de cuyo contagio es en buena parte fruto de la hiper-interconexión humana, está acelerando de forma dramática este proceso, con efectos profundos a presente y a futuro. Luchar contra este virus implica mantener separada a la gente, lo contrario de lo que hemos vivido en las últimas décadas y antes. Las fronteras –terrestres, marítimas y aéreas– están de regreso, a veces de forma unilateral incluso en la UE.
La crisis del COVID-19 se ha convertido ya en el tercer gran shock de este siglo, tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 y el proceso desatado por la caída de Lehman Brothers en septiembre de 2008, que generó un contagio económico y financiero. Este es a la vez un shock humano, de oferta (de producción) y de demanda (de consumo), con el peligro añadido de que lleve a una nueva crisis financiera. Quizá, como apunta Holman W. Jenkins la recesión que se ha generado sea parte inevitable de la forma elegida, y sensata, de luchar contra el virus, es decir, deprimir la demanda al mantener a las gentes en sus casas. Pero llega cuando los gobiernos del mundo tienen menos instrumentos para luchar contra sus efectos, y tendrá unos enormes costes.
Cada vez más cadenas de suministros, mucho más complejas de lo que lo eran en 2008, se detienen o se frenan. Muchas fábricas de maquinaria, automóviles o juguetes y otros productos, han tenido que reducir o interrumpir su producción por falta de componentes esenciales que, por ejemplo, venían de China, al parar su fabricación allí. Los viajes aéreos y otros se están reduciendo. Los traslados de contenedores –ese invento analógico tan esencial para la globalización–, también. El turismo global ha recibido un fortísimo golpe, del que tardará en recuperarse. La pandemia ha puesto de manifiesto nuestra dependencia mutua, el grado de interdependencia al que habíamos llegado. Y no están faltando las voces que preconizan una marcha atrás. Así, el ministro de Finanzas francés, Bruno Le Maire, señala que “debemos reducir nuestra dependencia de grandes potencias como China”, algo no muy diferente de lo que plantea el secretario de Comercio de EEUU, Wilbur Ross, aprovechando el coronavirus. Muchas empresas se han percatado de los riesgos de esta sobre-interdependencia, y se plantean ponerle freno. Un reciente estudio del Bank of America señala que un 80% de las multinacionales analizadas planean repatriar parte de su producción, lo que se llama reshoring, un movimiento que el COVID-19 puede convertir en tectónico.
Todo esto llega en pleno proceso previo de desacoplamiento tecnológico entre EEUU y China impulsado por la Administración Trump. Aunque los muros no lo paran –el distanciamiento social, sí–, el virus va a llevar a una mayor nacionalización, o cuando menos, regionalización de la producción. Incluso en materia de suministros de medicina, pues esta crisis está poniendo de relieve, por ejemplo, la dependencia europea en medicinas fabricadas en China o en la India (que ha reducido sus exportaciones). La reacción del ministro checo de Sanidad, Adam Vojtěch, puede resultar paradigmática cuando ha señalado que los europeos dependen de esos países para una tercera parte de sus medicinas (esencialmente genéricos), y se debería traer su producción a Europa para garantizar los suministros. Como en respuesta, China, una vez aparentemente controlada su pandemia, está llevando por avión masivas entregas de material sanitario a Italia y España, mientras Trump ha cortado de forma unilateral los vuelos entre Europa y EEUU, en contra de las advertencias de la Organización Mundial de la Salud (OMS), justamente por no interrumpir el suministro de ayuda médica, y dañando aún más la relación transatlántica.
Ahora bien, si el COVID-19 y la forma de enfrentarse a él están frenando la globalización física, también está impulsando una globalización aún más digital, más online. El trabajo a distancia ha ganado enteros, y los servicios en red también. Pero incluso estos están últimamente basados en realidades muy físicas, sobre todo la entrega de encargos. Las empresas de reparto, por camioneta o por bicicleta operan más si acaso, y los sistemas por medio de drones y otros sistemas autónomos han progresado en China durante esta crisis. También los servicios digitales de detección de enfermedades por medio de la Inteligencia Artificial, o robots para todo tipo de servicios.
La Organización Mundial de la Salud, y el multilateralismo que representa, ha vuelto a situarse en el centro. Pero la crisis ha puesto de manifiesto a la vez el regreso al Estado, aunque es necesaria una gestión multinivel, lo que llamamos una gobernanza inductiva, en la que no sólo las organizaciones internacionales y los gobiernos sino las empresas y los ciudadanos participan. Son momentos que requieren liderazgos individuales, sí, pero sobre todo colectivos, lo que no está aún ocurriendo en Europa. Y de recuperación de la idea de una comunidad global frente a lo que es un mal global.
Ante la epidemia de ébola que partió de África en 2014-2016, EEUU, con Barack Obama en la Casa Blanca, se puso al frente de aquel combate. Ante el coronavirus, Trump ha sembrado confusión. El populismo también ha hecho presa de esta pandemia, aunque se esté demostrando que agrava la situación, sobre todo en un país como EEUU, con 28 millones de personas sin cobertura sanitaria alguna y varias decenas de millones sin la suficiente. Trump, tras su negacionismo, ha reaccionado tarde. Boris Jonhson y sus asesores han parecido propugnar que cuanto más contaminados y antes mejor, porque se fomenta así la inmunidad. Se le han sublevado muchos ciudadanos y profesionales, y le están obligando a virar. Este virus, como han señalado Thomas Wright y Kurt Campbell, ha puesto de manifiesto los límites del populismo, un populismo que es esencialmente desglobalizador. Pero no se pone coto a los limites de la discriminación o de las narrativas nacionales, que han regresado con una fuerza renovada cuando lo que es perentorio es la cooperación internacional, más que insuficiente. Cuando se supere esta pandemia, se retomará una globalización que será menos intensa y diferente de la que hemos conocido. El parón del mundo tendrá consecuencias duraderas y no necesariamente positivas.