Se equivocaba, evidentemente, Iósif Stalin cuando despreciaba al Vaticano por no tener ninguna división acorazada, creyendo que el poder sólo se medía en términos de relación de fuerzas militares. Lo mínimo que hay que concederle a una institución que ha sabido mantenerse viva durante dos milenios es el reconocimiento de su capacidad operativa no sólo para acomodarse a los vaivenes de la Historia, sino en muchos casos para determinarla. De ahí que cada vez que se produce una vacante en la cúspide de su jerarquía el asunto traspase de inmediato las fronteras del catolicismo y se convierta de hecho en una noticia de alcance mundial. Así cabe entenderlo también si se atiende al abultado número de altos mandatarios que están confirmando su asistencia, el próximo sábado, al funeral del papa Francisco, con Lula da Silva, Macron, Milei, Starmer, Trump, von der Leyen y Zelenski entre ellos.
Lo mínimo que hay que concederle a una institución que ha sabido mantenerse viva durante dos milenios es el reconocimiento de su capacidad operativa no sólo para acomodarse a los vaivenes de la Historia, sino en muchos casos para determinarla.
Con sus claros y oscuros, que los historiadores y sus biógrafos tendrán que analizar en detalle, es evidente que Francisco ha sido una figura incómoda. Por un lado, lo ha sido en clave interna, como lo demuestran las resistencias bien notorias a sus iniciativas, tanto en la Curia romana como en los sectores más conservadores de la Iglesia; y ahí queda la duda de si no ha ido más allá en su apuesta reformista por propia convicción personal o por la imposibilidad de sobrepasar los obstáculos internos a su mandato. En todo caso, ha logrado nombrar a su gusto al 80% de los cardenales que ahora van a nombrar a su sucesor, lo que puede facilitar que su legado tenga continuidad.
Esa misma incomodidad se ha hecho manifiesta a lo largo de sus 12 años de mandato, derivada de su declarada opción por las personas en situación de vulnerabilidad, su sensibilidad con la amenaza del cambio climático –dedicándole incluso la segunda de sus tres encíclicas (Laudato si, 2015) – y la búsqueda de la paz. Buscada o no, esa puesta en escena le confería un innegable perfil político, en la medida en que su voz se convertía no sólo en denuncias y críticas sobre determinados comportamientos de actores políticos de todo signo, sino también en demandas de respuestas para detener la barbarie y la inhumanidad. Cabe recordar que tan sólo unas horas antes de morir calificaba de terrorismo la masacre que Israel está cometiendo en Gaza y son múltiples sus llamadas de atención sobre las violaciones del derecho internacional y del derecho internacional humanitario en muchas de las crisis y conflictos que actualmente siguen activos. Igualmente, sin llegar a condenarlo frontalmente, han sido numerosas las ocasiones en la que ha puesto el foco en los males que está causando el capitalismo neoliberal imperante, con un notorio aumento de las brechas de desigualdad entre los que tienen y los que se dejan atrás.
En todo caso, de una lectura más fría de lo realizado por el pontífice que probablemente más ha gustado a los ateos y agnósticos en mucho tiempo, se extraen al menos dos conclusiones evidentes. Por un lado, es obvio que ya no estamos en los tiempos del papa Juan Pablo II, uno de los arietes principales, junto con Ronald Reagan y Margaret Thatcher, en el escenario de confrontación bipolar de la Guerra Fría para imponerse definitivamente a la Unión Soviética. Dicho en otras palabras, el poder político del Vaticano ha menguado considerablemente, aunque su cabeza visible hable en nombre de unos 1.400 millones de seres humanos que se identifican con la fe católica y aunque su diplomacia siga siendo estando activa en todos los rincones del planeta.
Y, paradójicamente, una buena muestra de ello es que, por mucho que ahora le reconozcan su autoridad moral y se sumen a multiplicar las valoraciones positivas sobre su ejemplo personal de vida y sobre sus pensamientos y enseñanzas, lo único que queda claro es que esos actores políticos y económicos, a los que se les llena la boca de alabanzas y elaborados discursos de pésame, son los mismos que han hecho oídos sordos a sus peticiones durante estos últimos 12 años. Lo que se hace más evidente de paso es el alto nivel de hipocresía que define las relaciones internacionales, con los valores y principios frecuentemente arrinconados ante el desnudo ejercicio del poder del más fuerte. Por eso muchos de los que asistan al funeral de Francisco, a pesar de haber sido señalados en repetidas ocasiones por sus contradicciones y su falta de voluntad para actuar a favor de la paz y los derechos humanos, cuentan con que, a fin de cuentas, lo que salga del Vaticano no tiene ya la capacidad para quitarles el sueño y, mucho menos, para forzarles a variar el rumbo.