El comercio internacional nunca había levantado tantas pasiones como ahora. Ya nadie habla de la Organización Mundial del Comercio (OMC), cuya reunión en 1999 en Seattle, rodeada de revueltas, fue uno de los símbolos fundacionales del movimiento antiglobalización. Pero las negociaciones del Acuerdo Transatlántico de Comercio e Inversión entre la Unión Europea y Estados Unidos (TTIP, por sus siglas en inglés), ha generado un interés inusitado en la opinión pública europea. Sus detractores sacaron a la calle a más de 200.000 personas en Berlín hace unas semanas. Y, en España, los aranceles y la regulación alimentaria han conseguido hacerse un hueco en el prime time televisivo. Asimismo, aunque el recientemente firmado Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP), que liberalizará el comercio los países de la cuenca del Pacífico (excluido China) queda muy lejos de España, ha despertado un interés mucho mayor del que cabría esperar en nuestro país, sobre todo por su impacto en América Latina.
En el debate sobre los acuerdos comerciales en general, y sobre el TTIP en particular, la información que tiene la opinión pública es deficiente. Esto es comprensible dado que los temas de discusión son muy técnicos y los efectos de un eventual acuerdo inciertos (y muy difíciles de predecir). Todo ello hace que tanto los defensores como los detractores de del TTIP sustenten sus posiciones sobre todo en consideraciones ideológicas. Según esta visión maniquea, apoyar el TTIP sería de derechas porque permitiría avanzar los intereses de las multinacionales mientras que oponerse al mismo sería de izquierdas porque salvaguardaría los derechos de los trabajadores ante el salvaje capitalismo americano.
Por eso es muy bienvenido el libro que Gabriel Siles-Brügge (Universidad de Manchester) y Ferdie de Ville (Universidad de Gante) acaban de publicar, y que lleva por título: TTIP: La verdad sobre el Acuerdo Transatlántico de Comercio e Inversiones. Es un breve ensayo escrito para el gran público que desmitifica los argumentos tanto a favor como en contra del acuerdo. Explica tanto por qué los efectos beneficiosos (económicos y geopolíticos) que los defensores del tratado están poniendo sobre la mesa para justificarlo han sido exagerados, como por qué sus detractores no deben de preocuparse tanto de que un eventual acuerdo vaya a destruir el estado de bienestar europeo. Contribuciones como esta son lo que hace falta para elevar el nivel del debate, hablar sobre hechos y no sobre prejuicios e ir forjando una sociedad civil transeuropea que exija transparencia a sus representantes pero que no practique la demagogia.
Pero como es poco probable que la lectura sosegada de este libro vaya a calmar los ánimos, también conviene entender por qué ahora hay tanto interés por los acuerdos de este tipo y por qué este interés no hará más que crecer en el futuro. Para ello resulta muy útil esta conferencia de Pascal Lamy en el Petersen Institute for International Economics. Lamy, uno de los más ilustres y brillantes socialistas franceses, ex director general de la OMC, ex comisario de comercio de la UE y ex jefe de gabinete de Jaques Delors, explica que el interés por los acuerdos comerciales responde a la nueva lógica de la economía política de la liberalización. En el pasado, explica Lamy, los ciudadanos (especialmente los europeos), interesados sobre todo por aumentar su bienestar material, veían en la liberalización comercial una herramienta para acceder a una mayor variedad de productos a precios más bajos. Aunque entendían que la liberalización comercial planteaba conflictos de tipo distributivo, en general consideraban que cómo consumidores ganarían con la apertura de los mercados (los perdedores serían, precisamente, los empresarios que querían continuar teniendo un mercado protegido y cautivo y no someterse a la competencia internacional). Por eso, en la “vieja lógica” del comercio, los consumidores tendían a ser librecambistas y los empresarios proteccionistas, tal y como había planteado Adam Smith en 1776 en la “Riqueza de la Naciones”.
Sin embargo, hoy, en sociedades ricas, avanzadas y cada vez más post-materialistas, los ciudadanos entienden que, en tanto que consumidores, la liberalización puede poner en jaque algunos principios y valores y someterlos a ciertos riesgos a los que hoy se pueden permitir no verse expuestos, ya que no necesitan tanto como antes disponer de más bienes y servicios más baratos. Así, temen que la liberalización comercial asociada al TTIP, que versa sobre todo acerca de barreras no arancelarias y estándares regulatorios, pueda poner en peligro su seguridad alimentaria o socavar algunos derechos que asocian al modelo de bienestar europeo. En otras palabras, que la lógica tecnocrática de la apertura comercial se ponga por encima del principio de precaución, según el cual el estado debe proteger a los ciudadanos de los riesgos (incluidos los asociados al libre comercio). Esto explica que en la “nueva lógica” del comercio, los ciudadanos sean más proteccionistas que en la “vieja lógica”, mientras que los empresarios sean más librecambistas.
Naturalmente, estas generalizaciones sobre “consumidores” o “productores” omiten muchos matices importantes. Pero desde el punto de vista analítico, esta distinción entre el “nuevo” y el “viejo” comercio resulta clave para entender el rechazo al TTIP. Además, es clave para entender por qué sus detractores parecen estar ganando la batalla de la opinión pública al lograr que su narrativa sobre derechos y riesgos tenga más impacto que la narrativa del crecimiento y el empleo, que es la que los defensores del TTIP promulgan.