El comercio internacional nunca había levantado tantas pasiones. Las negociaciones del Acuerdo Transatlántico de Comercio e Inversiones (TTIP, por sus siglas en inglés), han generado un interés inusitado en la opinión pública europea. Sus detractores sacaron a la calle a más de 200.000 personas en Berlín hace unos meses y, en España, los aranceles y la regulación alimentaria han conseguido hacerse un hueco en el prime time televisivo. Asimismo, aunque el recientemente firmado Acuerdo Transpacífico (TPP, por sus siglas en inglés), que liberalizará el comercio entre los países de la cuenca del Pacífico (excluido China) nos queda muy lejos, ha despertado un interés mucho mayor del que cabría esperar en España por su impacto en América Latina.
“El espacio económico transatlántico ya existe y está bastante integrado, y que profundizar comercialmente más en él no generará una revolución”
En el debate sobre los acuerdos comerciales en general, y sobre el TTIP en particular, la información que tiene la opinión pública es deficiente. Esto es comprensible. Los temas de discusión son muy técnicos y los efectos de un eventual acuerdo inciertos. Todo ello hace que tanto los defensores como los detractores del TTIP sustenten sus posiciones sobre todo en consideraciones ideológicas que simplifican demasiado la realidad. Según esta visión, apoyar el TTIP sería de derechas porque permitiría avanzar los intereses de las multinacionales mientras que oponerse al mismo sería de izquierdas porque salvaguardaría los derechos de los trabajadores ante el salvaje capitalismo norteamericano. Pero esta lógica ignora que el TTIP podría crear crecimiento y empleo (algo que evidentemente apoya la izquierda) o que el capitalismo transatlántico, aun teniendo problemas, tal vez permita defender los derechos de los trabajadores europeos mejor que el capitalismo chino, que está ganando cada vez más fuerza. En definitiva, el ciudadano recibe dos mensajes contradictorios: que el TTIP es el héroe que acabará por fin con la recesión en Europa o el villano que desmontará el Estado del bienestar. ¿Cuál debe creer?
Deconstruyendo el TTIP
Como en casi todos los temas vinculados a las políticas públicas, en el caso del TTIP la verdad no está en los extremos. Y la respuesta a qué podemos esperar de él es más bien un cauteloso “depende”. Para romper el maniqueísmo que rodea al TTIP es muy bienvenido el libro que Gabriel Siles-Brugge, de la Universidad de Manchester, y Ferdi de Ville, de la Universidad de Gante, acaban de publicar, y que lleva por título TTIP: La verdad sobre el acuerdo transatlántico de Comercio e Inversiones. Es un breve ensayo escrito para el gran público que desmitifica los argumentos tanto a favor como en contra del tratado; es decir, deconstruye el TTIP. Explica tanto por qué los efectos beneficiosos (económicos y geopolíticos) que sus defensores están poniendo sobre la mesa para justificarlo han sido exagerados como por qué sus detractores no deben de preocuparse tanto de que un eventual pacto vaya a destruir el modelo social europeo.
“El ISDS es moneda de cambio para otros temas que interesan mucho a Europa, como las compras públicas y la protección de las denominaciones de origen en el mercado norteamericano”
Es cierto que el TTIP sería el mayor acuerdo comercial del mundo, cubriendo más del 40% del PIB del planeta, un tercio de los flujos comerciales globales (alrededor de 650.000 millones de euros al año) y casi el 60% de los stocks de inversión acumulados en el mundo (más de 3,7 billones de euros). Pero también es cierto que el espacio económico transatlántico ya existe y está bastante integrado, y que profundizar comercialmente más en él no generará una revolución (los autores son especialmente críticos –y convincentes– con la capacidad para anticipar de forma certera el crecimiento y el empleo que generan este tipo de acuerdos, que casi siempre se sobre-estiman). Asimismo, aunque un eventual acuerdo podría servir para que EEUU y la UE fijaran las nuevas reglas de juego de la globalización para el siglo XXI, contribuyendo así a frenar su declive relativo ante las potencias emergentes y reafirmando su liderazgo geoeconómico en la esfera internacional, nada asegura que esto vaya a ser así. Todo dependerá de si consiguen fijar estándares armonizados para la regulación de las nuevas formas de comercio (algo que no parece fácil dado que tienen tradiciones regulatorias muy distintas), así como de cuál sea la reacción de China, algo que en este momento es imposible anticipar.
Al mismo tiempo, su análisis deja claro que, tal y como está planteado el mandato de negociación que el Consejo Europeo ha dado a la Comisión para negociar, y teniendo en cuenta que cualquier eventual acuerdo tendrá que ser ratificado por el Parlamento Europeo (y también por los 28 parlamentos nacionales en caso de cubrir ámbitos de competencia no comunitarios), es poco probable que el TTIP vaya a “poner en jaque la democracia”, como pregonan sus críticos. Ni siquiera en el controvertido aspecto del arbitraje entre empresas y Estados en caso de conflictos (ISDS, por sus siglas en inglés), es esperable que la UE vaya a aceptar un acuerdo desequilibrado. Recordemos que en el tratado de libre comercio que la UE ha firmado recientemente con Canadá ya se utiliza este mecanismo, y que la UE fue capaz de a adaptarlo a sus intereses, así como que el ISDS es moneda de cambio para otros temas que interesan mucho a Europa, como las compras públicas y la protección de las denominaciones de origen en el mercado norteamericano. De hecho, si los países europeos quisieran privatizar la provisión de los servicios de sanidad o la educación públicos, no necesitarían el TTIP para hacerlo. Bastaría con que cambiaran su legislación nacional.
En definitiva, libros como éste son lo que hace falta para elevar el nivel del debate, hablar sobre hechos y no sobre prejuicios e ir forjando una sociedad civil transeuropea que exija transparencia a sus representantes pero que no practique la demagogia.
Entendiendo el miedo al TTIP
En todo caso, como es poco probable que el análisis sosegado vaya a calmar los ánimos, también conviene entender por qué ahora hay tanto interés por los acuerdos de este tipo y por qué este interés no hará más que crecer en el futuro. Algo ha cambiado en las sociedades europeas en cuanto a su percepción del comercio internacional y es importante entender qué ha sido. Como señala Pascal Lamy, ex director general de la Organización Mundial del Comercio (OMC), tanto el interés como el temor ante los nuevos acuerdos comerciales (TTIP y TPP) responde a una nueva lógica de la economía política de la liberalización comercial. En el pasado, los ciudadanos (especialmente los europeos), interesados sobre todo por aumentar su bienestar material, veían en la liberalización comercial –que se circunscribía sobre todo a la reducción de aranceles– una herramienta para acceder a una mayor variedad de productos a precios más bajos. Aunque entendían que abrir el mercado planteaba conflictos de tipo distributivo –es decir, generaba ganadores y perdedores–, en general, consideraban que como consumidores ganarían con la apertura de los mercados –los perdedores serían, precisamente, los productores que querían continuar teniendo un mercado protegido y cautivo y esquivar la competencia internacional–. Por eso, en la “vieja lógica” del comercio, los consumidores tendían a ser librecambistas y los empresarios proteccionistas, tal y como había planteado Adam Smith en 1776 en La riqueza de la naciones. Sin embargo, hoy, en sociedades ricas, avanzadas y cada vez más post-materialistas, los ciudadanos entienden que, en tanto que consumidores, la liberalización puede poner en jaque algunos principios y valores de los que están orgullosos, así como someterlos a ciertos riesgos a los que hoy se pueden permitir no verse expuestos por no necesitar tanto como antes acceder a bienes y servicios baratos.
“La distinción entre el “nuevo” y el “viejo” comercio resulta clave para entender el miedo al TTIP”
Así, temen que la liberalización comercial asociada al TTIP, que versa sobre todo acerca de barreras no arancelarias y estándares regulatorios, pueda poner en peligro su seguridad alimentaria o socavar algunos derechos que asocian al modelo de bienestar europeo. En otras palabras, temen que si el acuerdo no respeta algunos principios normativos que ellos ponen por encima de la eficiencia económica, la lógica tecnocrática de la apertura comercial pueda llevarse por delante asuntos como el principio de precaución, según el cual el Estado debe proteger a los ciudadanos de ciertos riesgos (incluidos los asociados al libre comercio) o facilitar que los intereses de los inversores se defiendan en tribunales distintos a los que tienen que recurrir el resto de los ciudadanos. Esto explica que en la “nueva lógica” del comercio, muchos ciudadanos (especialmente los que alzan su voz para oponerse al TTIP) sean más proteccionistas que en la “vieja lógica”, mientras que los productores, hoy más organizados en redes transnacionales gracias a las cadenas de suministro globales, sean más librecambistas.
Naturalmente, estas generalizaciones sobre “consumidores” o “productores” omiten muchos matices importantes. Pero desde el punto de vista analítico, esta distinción entre el “nuevo” y el “viejo” comercio resulta clave para entender el miedo al TTIP. Además, es esencial para entender por qué sus detractores parecen estar ganando la batalla de la opinión pública al lograr que su relato sobre derechos y riesgos tenga más impacto que la narrativa del crecimiento y el empleo, que es en la que los defensores del TTIP se apoyan.
Este artículo se publicó inicialmente en la revista Ahora Semanal.