Puede resultar hasta cansino volver sobre Gaza, cuando las novedades nos asaltan continuamente y cuando los mandamientos mediáticos imponen el arrinconamiento de lo conocido a favor del último fogonazo informativo. Pero ni aun así es posible ocultar que lo único real en Palestina, cuando ya se han cumplido 10 meses desde los atentados de Hamás y el arranque de la operación de castigo israelí, es la continuación de la masacre que las Fuerzas de Defensa de Israel (IDF) vienen realizando en Gaza, junto a las acciones de fuerza que desarrollan en Cisjordania, amparando al tiempo a unos colonos cada vez más envalentonados. Lo demás son sólo palabras, tanto las del propio gobierno israelí, amparándose invariablemente en un supuesto derecho a la legítima defensa, como las de tantos representantes gubernamentales que se limitan a expresar su inquietud respecto a lo que ocurre sobre el terreno, sin atreverse a ir más allá de la monocorde condena y el inútil lamento.
En términos realistas, todo se resume en que Washington es el único actor con capacidad real para frenar a su principal aliado en Oriente Medio.
A estas alturas se han agotado ya las palabras de todos los que han creído que bastaba con su oratoria para frenar la barbarie. Y lo que en consecuencia queda dramáticamente de manifiesto es que, además de las muertes y la destrucción física acumulada en este tiempo, el marco institucional y jurídico creado desde el final de la Segunda Guerra Mundial resulta, como mínimo, disfuncional para tratar el tipo de conflictividad actual y las violaciones recurrentes del derecho internacional. Aun así, el principal problema no viene de esa disfuncionalidad sino, sobre todo, de la falta de voluntad de tantos y tantos gobiernos (y empresas) para ajustar su desempeño en el escenario internacional a los valores y principios que dicen defender.
Si no fuera así, ya hace tiempo que se habría hecho saber al gobierno israelí liderado por Benjamin Netanyahu que un Estado que se proclama democrático y que dice tener las Fuerzas Armadas más morales del planeta no puede actuar del modo que lo está haciendo. No puede masacrar a civiles con el argumento de eliminar a un dirigente de Hamás. No puede asesinar a periodistas y negarles el acceso al territorio de Gaza. No puede bombardear escuelas, hospitales y centros de la Agencia de Naciones Unidas para la población refugiada de Palestina en Oriente Próximo (UNRWA), incluyendo su sede central en la Franja, ni matar a dos centenares de sus trabajadores, empleados de las Naciones Unidas. No puede usar el hambre como arma de guerra ni negar la ayuda humanitaria a quienes previamente ha encerrado por tierra, mar y aire. No puede desoír las resoluciones de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) ni las medidas cautelares que la Corte Internacional de Justicia (CIJ) ha establecido, mientras analiza si lo que está haciendo en Gaza es o no un genocidio. No puede incumplir desde hace décadas sus obligaciones como potencia ocupante, que incluyen encargarse del bienestar y la seguridad de la población ocupada. No puede bombardear indiscriminadamente zonas que previamente ha calificado como seguras y a las que ha obligado a trasladarse a la población. No puede…
Y si lo hace, como desgraciadamente está ocurriendo, no es porque consiga hacerlo a escondidas ni porque esos actos no estén tipificados como delitos en múltiples instrumentos jurídicos internacionales. Lo hace, en primer lugar, porque se siente superior a quienes directamente se le oponen, convencido de que por la vía de las armas siempre será mayor el daño que pueda causar que el que pueda recibir, sea por parte del Movimiento de Resistencia Islámica, Hizbulah o incluso Irán. Cuenta, asimismo, con la complicidad de todos aquellos que se amilanan infantilmente ante las tradicionales acusaciones de antijudaísmo y de promotores del terrorismo, como si criticar a un gobierno concreto fuera sinónimo de xenofobia contra un pueblo y una religión o un alineamiento con el yihadismo. Sea por complejos históricos mal resueltos o por dar más valor a los intereses comerciales que a los principios y compromisos que corresponden a todo Estado de derecho, son todavía muchos los que prefieren mirar hacia otro lado, dejando hacer a Israel lo que no se le permitiría a ningún otro Estado.
Aun así, sin olvidar la connivencia de unos gobiernos árabes que prácticamente han abandonado a los palestinos a su desgracia y de una Unión Europea (UE) que no consigue esconder la impotencia derivada de su fragmentación interna respecto a Tel Aviv, Israel no habría llegado hasta aquí sin el respaldo estructural que Estados Unidos (EEUU) le proporciona. En términos realistas, todo se resume en que Washington es el único actor con capacidad real para frenar a su principal aliado en Oriente Medio. Tiene al menos tres potentes palancas con las que hacer ver a Netanyahu y los suyos: la diplomática (cubriendo sus vergüenzas en el Consejo de Seguridad de la ONU), la económica (con una ayuda anual de 4.000 millones de dólares, más el paquete de 26.000 millones aprobado recientemente) y la militar (tanto en proyectos tecnológicos de defensa como en suministro de armas). Y al no hacer uso de ellas no sólo está permitiendo que Israel se hunda aún más en su abismo, sino también debilitando su propio liderazgo mundial, contribuyendo a desprestigiar las instituciones que deben gestionar el mundo globalizado y, si la CIJ lo confirma en su día, a cometer un genocidio.
Y así el tiempo va pasando mientras Netanyahu sigue a lo suyo, defendiendo su posición personal a toda costa, aunque sea en contra de los intereses de Israel, y prolongando un conflicto en el que sabe que no va a lograr la eliminación de un Hamás que tampoco ofrece nada positivo a quien dice impropiamente representar.