El magnate Donald Trump nos prometió en la campaña electoral una revolución y no está defraudando. Su primera semana en el cargo ha sido todo un terremoto. Aquellos que pensaban que se iba a moderar después de convertirse en el nuevo presidente de los EEUU van a tener que rectificar sus escenarios base. Trump ha venido con ganas de cambiar el mundo y parece que no se va a arrugar. Todo lo que ha hecho y dicho desde su elección indica que va a tomar las riendas de la nación más poderosa del mundo como si pretendiese ser el nuevo consejero delegado de una gran empresa; y su objetivo es claro: make America great again, es decir, hacer EEUU otra vez grande.
¿Eso qué implica? Que el empresario Trump va a mirar al mundo como si se tratase de un gran mercado. Su visión va a ser transaccional. Los valores e ideales importarán poco. Sus decisiones y acciones se regirán por un solo principio: conseguir lo mejor para los EEUU. Esta actitud pragmática tiene su lado positivo. No está cercenada por barreras ni compromisos ideológicos. Trump admira a Putin porque este último también ha creado una marca potente, respetada, incluso temida. Eso le fascina. ¿Ve a Putin como rival? Seguro; pero Trump piensa que puede negociar con él, y que tiene buenas cartas para hacerlo. Sabe que a cambio de levantar las sanciones económicas o de reconocer Crimea como rusa puede pedir una contrapartida importante.
¿Qué podría ser eso? Pues, por ejemplo, ayudar a limitar el avance chino. Así como a principios de los años 70 Nixon se acercó a Mao para contener la amenaza soviética, ¿por qué no tener a Putin como aliado a la hora de frenar el auge chino? Reducir el suministro de gas sería una buena opción. Cortar el paso ferroviario de la nueva ruta de la seda promovida por Pekín que pasa por suelo ruso sería otra. Trump está convencido, y no le falta razón, que el mayor desafío geopolítico y geoeconómico de los EEUU es China. Es por eso que ya ha activado la carta de Taiwán. Su propósito es mandar un mensaje claro al presidente chino Xi Jinping. “En este mundo todavía mandan los EEUU, incluso (y a pesar del nombre) en el mar del Sur de China”.
La era Trump no solo recuerda a la de Nixon desde el punto de vista geoestratégico, también desde el comercial. Así como Nixon rompió con el sistema de Bretton Woods para poder desanclar el dólar del patrón oro e introdujo aranceles de un 10% a las importaciones para reducir el déficit comercial, hoy Trump quiere romper con el orden liberal establecido oponiéndose a los tratados de libre comercio y amenazando con imponer impuestos de un 20% a todos los productos provenientes de México y hasta un 45% a las importaciones de China. La retórica de los dos es muy parecida. “El sistema actual no beneficia a EEUU y por lo tanto hay que cambiar las reglas del juego”. Lo que cambia, sin embargo, son los rivales. Por aquel entonces los perjudicados fueron Europa Occidental (sobre todo Alemania) y Japón. Dos aliados de los EEUU que en plena Guerra Fría dependían de la superpotencia para protegerse de la amenaza soviética. Hoy, en cambio, China tiene autonomía militar.
Pekín tampoco se va a arrugar. Los medios chinos ya han avisado a Trump que no juegue con fuego. Si piensa que puede asustar a los dirigentes del Partido Comunista Chino (PCC) se equivoca. Desde el punto de vista económico la legitimidad del PCC depende de un crecimiento sostenido, pero desde la perspectiva política se basa sobre todo en que no se vuelva a repetir jamás una situación en la que las potencias occidentales desprecien y dobleguen al Imperio del Medio, así como ocurrió en el llamado “siglo de la humillación” que precedió a la revolución de Mao. La historia muestra que lo más difícil para una potencia en declive es acomodar la potencia emergente. A finales del siglo XIX los británicos (sobre todo los ingleses) miraban por encima del hombro a los alemanes. Pensaban que eran una nación inferior y que solo se dedicaban a robar patentes y manipular su moneda para conseguir más cuota de mercado. Este desprecio fue el caldo de cultivo que llevó a la Primera Guerra Mundial. Esperemos que Trump no cometa el mismo error. Su primera semana no ofrece mucha tranquilidad.
Trump va a tener que darse cuenta muy rápido que dirigir un país como EEUU es muy diferente a dirigir una empresa. La política, y sobre todo la geopolítica, no funcionan como el mundo de los negocios. El estilo agresivo y arrogante que un alto ejecutivo se puede permitir en una negociación con otra empresa puede llevar a tensiones geopolíticas serias si se hace entre países. Es por eso que se han inventado los servicios diplomáticos. Decir que Brexit es muy positivo, que la OTAN está anticuada, que la Unión Europea se va a desintegrar, que la política de refugiados de Merkel ha sido un desastre y que BMW va a tener que pagar aranceles del 35% si quiere fabricar sus coches en México y exportarlos a EEUU es crear una tensión con tus supuestos aliados que no beneficia a nadie. Trump descubrirá que sus acciones van a traer reacciones. Si impone aranceles a China, China tomará represalias. México, que es más débil, quizás no lo haga. Pero si las fábricas se van del país y los mexicanos se vuelven más pobres, con más ahínco intentarán colarse en EEUU. El boomerang retornará de una u otra manera.
Frente a un presidente americano tan errático, que puede hacer tambalear los pilares del orden geopolítico que se construyó después de la Segunda Guerra Mundial, a la Unión Europea (y sobre todo a los países de la zona euro) no les queda otro remedio que empezar a desarrollar una estrategia regional y global independiente de los EEUU. Los peligros y las vulnerabilidades son enormes. Si en el hipotético gran juego de las alianzas Trump se llevase bien con Putin, y éste aprovechase la circunstancia para invadir, por ejemplo, a Estonia, que tiene más de 300.000 habitantes de étnica rusa (en una población total de 1.3 millones), ¿qué haría la Unión Europea? ¿Algún estado miembro mandaría a sus soldados para enfrentarse a los rusos? ¿Lo haría España para defender los valores y la integridad territorial de la UE? La población estonia tiene serias dudas. Incluso, no tiene claro qué haría Trump en esa circunstancia. Eso de por sí es un auténtico terremoto en la política exterior de EEUU.
Finalmente, a todas estas incertidumbres geopolíticas, que ya son de por sí preocupantes, hay que añadir otra más. ¿Qué haría Trump si se produjese un ataque terrorista como los de París o Berlín en suelo americano? ¿Introduciría el estado de emergencia? ¿Bombardearía todo el territorio del ISIS? ¿Empezaría una persecución contra la población musulmana en EEUU? Nadie lo sabe. Lo que sí se sabe es que no es bueno que alguien tan impulsivo, y con tan poca experiencia política, como Trump sea el comandante-en-jefe en una situación así. Efectivamente, no es lo mismo dirigir una superpotencia que una gran empresa.
[Una versión anterior de este texto fue publicada en Expansión.]