El 22 de febrero de 1946 George F. Kennan, encargado de negocios de la embajada norteamericana en Moscú, envió a Washington un memorándum, conocido como el “telegrama largo”, y con una extensión de cinco mil palabras. Una síntesis de dicho documento, The Sources of Soviet Conduct, sería publicado por el propio Kennan, bajo el seudónimo de Mr. X, en la revista Foreign Affairs en 1947. Se trata de un hito en la historia de las relaciones internacionales y que situó a su autor entre los principales representantes estadounidense del realismo político. Pero las reflexiones que siguen no pretenden ser un análisis histórico. Son una profundización, con ecos del pasado y del presente, en la que se repasan algunas opiniones de aquel gran defensor de la política de contención. ¿Qué puede aportar George Kennan, con rasgos de poeta en su análisis de la realidad, a un mundo en el que no existe una superpotencia con los rasgos de la URSS, un mundo inestable en el que pretenden echar raíces nacionalismos y populismos radicales?
La tesis fundamental de The Sources of Soviet Conduct es que la política exterior de la URSS estaba determinada por la ideología y por las circunstancias. A los contemporáneos de Kennan solo parecía importarles a la difusión internacional del comunismo. A este respecto, nuestro autor detestaba el macartismo, sobre todo, por ser un antiintelectualismo. Y es que no le gustaban los análisis de trazo grueso como los de la Doctrina Truman, que parecía entender el comunismo como un cuerpo ideológico, coherente, unitario y autoconsciente. El anticomunismo elemental no caía en la cuenta de que su rival no era más que un conjunto de teorías vagamente definidas, obsoletas y contradictorias. El comunismo soviético no tenía el alto grado de coordinación que se le atribuía. Por eso, al igual que De Gaulle, Kennan sabía separar lo ruso de lo soviético. Presintió las disensiones de la URSS con China y otros países comunistas. Más allá de las diferencias ideológicas, llegaría el día en que EEUU abriera canales diplomáticos con dichos países.
Uno de los legados de Kennan en su célebre “telegrama largo” es valedero para todos los tiempos: los adversarios también son seres humanos. Lo hemos visto recientemente en El puente de los espías, ese singular film de Steven Spielberg. Los líderes soviéticos eran los herederos del marxismo-leninismo, pero no cabe buscar en esa ideología, o en cualquier otra de signo radical, un manual de uso, a no ser que nos dejemos encandilar por la propaganda. Antes bien, los dirigentes se mueven en función de las circunstancias, necesariamente cambiantes. Cabe, en consecuencia, el pragmatismo en los mesianismos de todo signo, y muy particularmente en el comunismo. Pragmáticos fueron, sin duda, Stalin y la mayoría de sus sucesores.
Con estos planteamientos, podríamos llegar a una conclusión asumida por Kennan: en el estudio de las relaciones internacionales no basta con el conocimiento de la historia, ni de las teorías políticas, ni siquiera del ordenamiento jurídico internacional o del interno. El analista internacional tampoco debería privarse de conocer algunas nociones de psicología, necesariamente incompletas. De ahí que Kennan subrayara que los líderes soviéticos, y me atrevería a añadir que todo líder con alma de ingeniero social, presumían de conocer, mejor que nadie, la naturaleza humana. También a nuestro autor le interesaba la psicología, quizás a partir de sus lecturas de Clausewitz, anticipador de la guerra psicológica, pero a la vez como gran admirador de la cultura rusa, podría haber recordado las limitaciones de los analistas por medio de aquel proverbio, alguna vez citado por Turgueniev, de que “el alma humana son tinieblas”. De todos modos, la lectura de los clásicos era, para Kennan, un excelente bagaje para la diplomacia, sobre todo la Biblia, Plutarco, Shakespeare y Gibbon, donde se encuentran “las expresiones más sutiles y reveladoras de la naturaleza humana”.
Kennan subrayó que el radicalismo de Stalin le hacía ajeno a la cultura del compromiso, propia, sobre todo, de las democracias anglosajonas. Un radical asentado en el poder nunca cederá, en casi nada, porque existe el peligro de que el régimen, y con él su poder personal, se venga abajo. Los rasgos mesiánicos de una religión secular se acentúan cuando el líder es a la vez rey, profeta y legislador. En el año del “telegrama largo”, Stalin se había impuesto a todos sus rivales, aunque Kennan no dejaría de advertir que las luchas internas de poder son el principal enemigo de los totalitarismos de cualquier signo. Y para que no se cuestione la autoridad del líder, se hace uso con frecuencia del mito de las conspiraciones extranjeras, lo que sirve para justificar un poder interno ilimitado con una disciplina de hierro.
En el “telegrama largo”, nuestro autor proponía para EEUU “políticas inteligentes de largo alcance”. Esto se tradujo en el containment, la política de contención de las tendencias expansivas de Rusia, siempre “a largo plazo, paciente y vigilante”. ¿Cabía, entonces, albergar alguna esperanza? Kennan confiaba en que los jóvenes estarían disconformes con un desarrollo económico precario, y precisamente estas deficiencias económicas harían que la URSS no pudiera vencer a la pobreza. Llegaría el tiempo en que se pondría de manifiesto la incapacidad del sistema soviético para exportar éxitos o evidencias reales de que había logrado para su pueblo la prosperidad material. Cuatro décadas después, los hechos dieron la razón a Kennan. Sin embargo, el periodista Walter Lippmann criticó aquella estrategia cimentada, en gran parte, en la paciencia, pues supondría dejar la iniciativa a Stalin.
Pero la paciencia de la contención nada tiene que ver con ilusorias esperanzas de victorias definitivas. Kennan era enemigo de cualquier maximalismo, seguramente porque añoraba la diplomacia del siglo XVIII anterior a las devastadoras guerras napoleónicas. Una victoria total, con duras condiciones para los vencidos, solo podría arrastrar a un conflicto mucho peor. Esto explica la admiración de Kennan por el estratega suizo del siglo XIX, Antoine-Henri Jomini, que señaló que el problema fundamental de la guerra era dejar al enemigo dos opciones: la retirada, o el combate en condiciones desfavorables. En los últimos años de su vida, casi centenario, el teórico de la contención no mostró ningún entusiasmo ni por la ampliación de la OTAN, ni por las intervenciones militares en Kosovo, Afganistán e Irak. Sus lecturas históricas le previnieron acerca del espejismo que suponen las victorias rápidas alcanzadas por el dominio de la tecnología. Y esas mismas lecturas le podían servir para conocer mejor las lecciones del pasado antes de dar pasos hacia el futuro. Al leer a Gibbon, le gustaba recordar que la ocupación de los territorios de los vencidos trae como consecuencia el espíritu de resistencia de los pueblos sometidos. De ahí que no fuera partidario de las rendiciones incondicionales. Se debía castigar a los líderes, pero no destruir la administración del país representada por los antiguos miembros del partido gobernante, y todo con objeto de evitar posteriores convulsiones sociales. Era necesario un cierto grado de estabilidad para preservar el orden. No cabe duda que lo sucedido en Irak con el partido baasista de Sadam Hussein habría dado la razón a Kennan.