Si asumimos que, desde su inicio como Comunidad Económica Europea, la Unión Europea es fundamentalmente un proyecto de unión política, resulta elemental suponer que debe contar con un sistema de defensa sólido, creíble y autónomo. Sin embargo, ni en la Guerra Fría cuando Europa estaba dividida y subordinada a los dos aspirantes al liderazgo mundial-, ni en la esperanzadora última década del pasado siglo –cuando el espíritu europeísta pareció cobrar vuelo con la integración de nuevos miembros y la ambición de un Tratado Constitucional-, ni, menos aún, tras el 11-S- con la crisis institucional provocada por la negativa francesa y holandesa al Tratado y la subsiguiente crisis económica en la que todavía nos debatimos- ha sido posible pasar de las palabras a los hechos.
Y en esas estábamos cuando el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, acaba de declarar que la OTAN no basta y que es necesario de contar con un ejército europeo para mostrar a Rusia la firme voluntad de defender valores europeos. Pocas dudas puede haber de que sin capacidad propia de defensa los Veintiocho ni tienen posibilidad para defender con garantías sus propios territorios ni, mucho menos, para hacer creíble su política exterior. Mientras Washington siga siendo el garante último de la seguridad europea, no puede extrañar que tanto Bruselas como las principales capitales comunitarias permanezcan mudas y pasivas cuando se trata de asuntos de relevancia mundial que, por otro lado, nos afectan de manera muy directa.
Por el camino han quedado iniciativas puntuales e imperfectos –como la Unión Europea Occidental o la Comunidad Europea de Defensa-, unidades militares multinacionales potencialmente embrionarias de unas hipotéticas fuerzas armadas europeas –como EUROFOR, EUROMARFOR, el Eurocuerpo, algunas brigadas binacionales y unos Grupos de Combate que nunca han sido activados-, siglas cada vez más difíciles de retener –como la PESC y la PESD, ahora reconvertida en PCSD, el COPS, el Comité Militar y el Estado Mayor- y hasta iniciativas institucionales –como la Agencia Europea de Defensa. Se trata, incluso contando con una Estrategia Europea de Seguridad (2003) que no ha logrado actualizarse a pesar del intento fallido del último Consejo Europeo dedicado al asunto (diciembre de 2013), de ladrillos sueltos de un edificio que, en lugar de construir desde los cimientos, se ha optado por ir creando a golpe de ocurrencia y de oportunidades políticas coyunturales.
En ese contexto las palabras de Juncker cabe entenderlas precisamente como lo que son: solo palabras. Dicho de otro modo, la creación de unas fuerzas armadas europeas no está precisamente a la vuelta de la esquina. Y no lo está, tanto porque la mayoría del estamento militar de los Veintiocho prefiere la realidad de la OTAN a la entelequia de la Europa de la Defensa como porque la profunda crisis económica que sufren los Veintiocho ha supuesto una sustancial reducción de los presupuestos de defensa. Baste recordar que hoy, salvo Estonia, no hay ningún país comunitario miembro de la OTAN que cumpla con el compromiso de dedicar al menos un 2% de su presupuesto al capítulo de defensa. Y así, en lugar de aprovechar la crisis para superar definitivamente los esquemas nacionalistas de quienes siguen prefiriendo ser cabeza de ratón a cola de león, sumando fuerzas a un proyecto común, los Veintiocho prefieren mantener modelos militares inadecuados para el tipo de amenazas que hoy nos afectan.
Esto es lo que hace que a pesar de los 230.000 millones de euros que sumaron el pasado año los presupuestos de defensa de los Veintiocho –lo que convertiría automáticamente a la Unión en la segunda potencia militar del planeta, si obedeciera a un esfuerzo coordinado- se mantengan unas carencias estratégicas sobradamente diagnosticadas desde hace años. En lugar de gastar no más sino mejor, a partir de una elemental división del trabajo entre aliados tan sólidos y decididos a poner en común capacidades sensibles, seguimos atrapados en planteamientos que llevan a mantener industrias de defensa insostenibles a escala nacional y medios militares tan redundantes como inservibles para el tipo de escenarios de combate en los que actualmente sería más probable su uso.
Si a eso se añade la divergencia de posiciones sobre el tema entre los europeístas, los atlantistas y los neutrales –convertidos desde hace tiempo en “viajeros sin billete” que aprovechan el esfuerzo de sus vecinos en la defensa común-, podemos concluir que durante mucho tiempo seguiremos escuchando la misma cantinela sin más consecuencias. Mientras tanto, recordemos que un ejército es tan solo un instrumento al servicio de un poder político y hoy, hasta donde vemos, la Unión carece de una voz única en el concierto internacional. ¿A quién servirían esas fuerzas armadas? ¿Pondrían París y Londres sus arsenales nucleares en manos de Bruselas?