La ofensiva del Estado Islámico de Irak y Levante (EIIL) en las provincias de mayoría suní de Irak visibiliza tanto los errores cometidos por los invasores y ocupantes occidentales, con Washington a la cabeza desde enero de 1991 a diciembre de 2011, como por el gobierno del chií Nuri al-Maliki desde 2006. Los primeros- tras haber alimentado política, económica y militarmente a Sadam Husein durante años, con la infundada esperanza de que lograra desbaratar la revolución jomeinista en Irán (I Guerra del Golfo, 1980-88)- entendieron que solo la fuerza armada (II y III Guerra del Golfo, con la operación Tormenta del Desierto (1991) y la invasión iniciada el 19 de marzo de 2003 como hitos bélicos de la familia Bush) podría pararle los pies antes de que logrará concentrar un poder (petrolífero y territorial) de tal magnitud que pudiera cuestionar un statu quo tan ventajoso para Occidente y los eufemísticamente denominados regímenes árabes moderados. Creyendo equivocadamente que la democracia podría imponerse por las armas, terminaron por activar los apetitos de poderosos actores regionales interesados en dominar Mesopotamia (como Irán), reverdecer las ansias independentistas (como los kurdos) y ahondar aún más las fracturas internas de un país artificial creado por los británicos en 1932.
El segundo, actualmente inmerso en un ejercicio de malabarismo político para garantizarse un improbable tercer mandato, ha incumplido el compromiso avalado por Washington de reintegrar a los suníes en el juego político, tras lograr su implicación en la lucha contra la rama local de Al-Qaeda a través de los Consejos del Despertar (al Sahwa) desde 2007. Desde entonces, al-Maliki ha tomado una deriva crecientemente autoritaria, alienándose cada día más tanto a kurdos como a suníes, sin que ni siquiera haya unificado a la mayoría chií bajo su mando. Tampoco ha conseguido mejorar el nivel de bienestar de sus 32 millones de conciudadanos y mucho menos impulsar la modernización de un país que hace décadas se encontraba entre los más avanzados de la región. Como resultado de todo ello, hoy Irak es en buena medida una ficción que corre el riesgo de romperse definitivamente, con crecientes niveles de violencia que ni los 530.000 miembros de las fuerzas de seguridad, ni los 270.000 efectivos de sus fuerzas armadas son capaces de controlar.
En esas condiciones, el regreso a su espacio original del EIIL (conocido inicialmente como Estado Islámico de Mesopotamia, como franquicia local de al-Qaeda) ha acelerado un proceso de alta inestabilidad en el que convergen diferentes actores. Con unos 15.000 efectivos, buena parte de los cuales siguen combatiendo en Siria, el EIIL está tratando de aprovechar el relativo vacío de poder en las zonas fronterizas suníes, entre el Kurdistán iraquí y el área controlada por Bagdad, para consolidar un feudo que le sirva como base permanente del soñado emirato que anuncia su líder, Abu Bakr al-Baghdadi, ajustado a la versión más rigorista de la sharia (un intento tan condenado al fracaso como los que otros intentaron en Somalia o en Malí). Emplea para ello tácticas de infiltración, combinadas con ataques puntuales de extrema violencia, pero sin ofrecer un objetivo rentable a la aviación o a la artillería iraquí y sin embarcarse en batallas frontales. De ese modo- y aprovechando la escasa capacidad de respuesta gubernamental, la nula voluntad de combate de las fuerzas armadas nacionales y la interesada pasividad de los peshmergas kurdos- se han ido haciendo desde principios de este año con diferentes localidades en las provincias de Anbar, Nínive, Saladino y Diyala.
Además de su propia osadía y su probada experiencia de combate, cuentan con el apoyo de líderes tribales y milicias suníes- como Jamaat Ansar al-Sunnah, Jaish al-Mujahideen y Naqshabandiyya Way, generosamente financiadas por Arabia Saudí, en su denodado intento de torcer el pulso a Irán en suelo iraquí-, igualmente operativas y deseosas de debilitar aún más a al-Maliki, al que identifican como un traidor. Frente a ellos se encuentran unas fuerzas armadas que a pesar de haber recibido notables apoyos estadounidenses en material y armamento, así como instrucción contrainsurgente, muestran una estructural debilidad operativa. En este punto interesa recordar que buena parte de las unidades desplegadas en la actual zona de combates están conformadas por soldados suníes, escasamente inclinados a implicarse en una batalla que perciben como crecientemente sectaria. De poco sirve el gesto teatral de al-Maliki destituyendo a cuatro altos mandos militares, señalados como responsables directos de la inacción ante el avance del EIIL. Aún así, cabe pronosticar que la superioridad convencional del ejército iraquí- gracias, sobre todo, a su dominio del espacio aéreo y capacidad artillera- terminará por hacer imposible a las excesivamente dispersas unidades yihadistas el control permanente de las localidades que hasta ahora ha ido ocupando.
En el mismo bando hay que incluir, con ciertas reservas, a las milicias kurdas (peshmergas) que, de momento, se han limitado a bloquear la aproximación yihadista hacia el importantísimo núcleo petrolífero de Kirkuk- en un movimiento de defensa que supone, simultáneamente, el control efectivo de la disputada ciudad (con un referéndum pendiente desde hace años para determinar si finalmente queda bajo autoridad de Bagdad o de Erbil). La reticencia kurda para alinearse con Bagdad obedece a una arraigada desconfianza sobre las intenciones de al-Maliki y al temor de salir de sus zonas tradicionales, pero también al hecho de que no son bienvenidos por los árabes suníes y, sobre todo, a que tal vez estén poniendo precio a su participación en una operación de eliminación del EIIL que también les interesa. Dicho de otro modo, las autoridades kurdas iraquíes pretenden aprovechar la necesidad que al-Maliki tiene de su colaboración militar para aumentar el porcentaje que actualmente reciben de los ingresos nacionales por la exportación de petróleo (un 17% del total) y su presencia en el gobierno nacional que se negocia actualmente.
A ese rompecabezas interno iraquí se suman también otros actores externos, con intereses muy directos en lo que allí ocurre. Así, Turquía –que ya tiene unos 2.000 soldados desplegados en el Kurdistán iraquí y que ha aumentado sus vuelos de reconocimiento– necesita liberar a los más de cuarenta nacionales en manos del EIIL y evitar que la inestabilidad actual pueda afectar a su cuidada estrategia de colaboración con las autoridades locales –animándolas a explotar su propio petróleo sin subordinarse a Bagdad, pero sin que adquieran tal poder que puedan plantearse la independencia–, con el objetivo último de doblegar la apuesta radical del PKK. Por su parte, Irán se apresura a activar a su Fuerza Al Qods, asesorando y apoyando al gobierno de Bagdad, por temor no tanto a que Al Maliki sea derribado de su puesto como a que los chiíes puedan verse desplazados del poder. Dando por hecho que no desplegarán fuerzas propias en territorio iraquí, su apuesta pasa por reactivar las milicias chiíes (como Asaib al-Haq y Muqawimun) que ya en su día fueron instrumentales para imponer a sus peones en la capital.
Por último, EEUU ya ha desplegado un portaviones en el Golfo y un buque con 500 marines, en un gesto que muestra la imposibilidad de Obama de desembarazarse de la herencia recibida y su intención de reforzar a Al Maliki ante el riesgo que supone un EIIL con un pie sólido en Siria y otro en Irak. Si es necesario, y así parece ocurrir, Washington y Teherán están dispuestos a colaborar en ese objetivo común, como han hecho ya en el pasado (en Afganistán y en el propio Irak), aunque tanto Obama como Rohani procuren no hacerlo muy visible. Rusia, por su parte, juega en otro terreno, como lo demuestra la reciente reunión de Putin con su propio ministro de exteriores y su colega saudí. De momento, el precio del petróleo ya supera los 113 dólares.