El contumaz cortoplacismo con el que se suelen gestionar los asuntos internacionales tiene en el Sahel uno de los ejemplos más visibles. La región –que abarca más de 3 millones de km2, englobando a Mauritania y Senegal, en un extremo, y a Eritrea, Etiopía y Somalia, en el opuesto– presenta un cúmulo de problemas que no hacen más que agravarse con el paso del tiempo. Sin embargo, desde la perspectiva de las potencias occidentales los únicos motivos por los que ocasionalmente esa vasta región aparece en sus agendas tienen que ver con la ocurrencia de algún acto violento protagonizado por grupos yihadistas o con su identificación como el origen de flujos de desesperados que tratan de alcanzar territorio europeo.
Eso es lo que habitualmente lleva, por un lado, a apostar por medidas securitarias –en las que destaca la presencia de Estados Unidos, a través del US Africom, y de Francia, encerrada sin remedio en su enfoque Françafrique; pero también con implicación puntual de otros ejércitos europeos– que ilusoriamente aspiran a eliminar por vía militar la amenaza terrorista. En esa línea cabe mencionar operaciones como Barkhane, uso de drones armados o planes de instrucción de fuerzas de seguridad y ejércitos locales, tratando de capacitarlos para hacer frente a una amenaza que, en todo caso, no es la prioritaria para la población de esos países, mucho más expuesta a la delincuencia común, el bandidismo, la criminalidad organizada, los efectos perversos de los tráficos ilícitos o la labor de las mafias que trafican indistintamente con personas y mercancías.
Por otro, como acaba de mostrar la visita de la canciller alemana, Angela Merkel, a varios países de la zona, se opta por buscar la complicidad de los gobernantes locales (a golpe de talonario) para que sean ellos los principales encargados de frenar el impulso migratorio que moviliza hacia el norte a muchos de sus conciudadanos, frustrados ante la nula posibilidad de llevar adelante una vida digna en sus lugares de origen. La consiguiente transferencia de fondos aparece siempre condicionada al grado de eficacia demostrado por los gobiernos locales para impedir policialmente la salida de sus ciudadanos o de los que transitan por sus territorios.
Esa atención espasmódica a lo que ocurre en el Sahel solo puede lograr, en el mejor de los casos, una mínima ganancia de tiempo, sin posibilidad alguna de crear unas condiciones que permitan encarar el futuro con esperanzas para la inmensa mayoría de la población y, mucho menos, de lograr la estabilidad estructural de esos Estados. Esa visión selectiva y coyuntural no puede aducir que desconoce lo que allí ocurre. Resumido telegráficamente, se trata de una región sometida a un fortísimo proceso de desertificación, lo que implica una degradación medioambiental y del entorno rural bajo una creciente presión humana en competencia por las escasas tierras fértiles. Al mismo tiempo, registra un crecimiento demográfico insostenible, con Níger a la cabeza (pasando de 3 millones de habitantes en 1960 a los 20 actuales, con una media por mujer en edad fértil de 7,5 hijos). Basta con recordar que más del 50% de la población tiene menos de catorce años para entender de inmediato los retos en educación, sanidad, vivienda y trabajo que eso supone para la totalidad de los países sahelianos. Si a eso se añade un conjunto de aparatos estatales débiles, incapaces (o poco interesados en algunos casos) de proveer servicios públicos básicos en cada rincón de sus respectivos territorios, la imagen resultante es la de una región inestable y empobrecida o, lo que es lo mismo, fuente de emisión de flujos migratorios y salpicada con demasiada frecuencia de brotes violentos.
Un esperanzador contrapunto a esa cruda (y desatentida) realidad es el proyecto de creación de la Gran Muralla Verde. Una idea que lleva desarrollándose desde 2008 –con el apoyo de la ONU, la Unión Africana y el Banco Mundial (que aporta un total de 2.000 millones de dólares)– y que pretende arbolar, sobre todo con acacias y palma, un total de 11,6 millones de hectáreas para finales de la próxima década. A lo largo de un pasillo de 15 km de ancho y 7.775 de largo, comprende amplias zonas de Burkina Faso, Yibuti, Eritrea, Etiopía, Malí, Mauritania, Níger, Nigeria, Senegal, Sudán y Chad. Los objetivos centrales de la iniciativa, que registra hasta ahora una tasa de éxito en torno al 70%, con Senegal a la cabeza, se concretan en poner freno a la desertificación, mejorar la gestión de los recursos naturales y luchar contra la pobreza.
Queda por ver, en cualquier caso, si el proyecto tiene más éxito que otros ejemplos precedentes, como el iniciado en China, en 1978, para detener el avance del desierto del Gobi hacia el sur. También queda por ver si se mantiene la financiación a lo largo de todo su recorrido temporal, si las empobrecidas poblaciones locales consiguen vencer la tentación de emplear prematuramente la madera resultante como leña o materia prima para fabricar utensilios de uso diario y si los grupos violentos que se mueven en la zona no tratan de boicotearlo, optando como en tantas ocasiones por el “cuanto peor, mejor”. Todo ello sin olvidar que todo el esfuerzo puede quedar arruinado por un cambio climático que tal vez no se pare ante las ilusiones que sus promotores pongan en el empeño.