El problema de Gaza o “lo de Gaza”

Frontera entre Gaza e Israel. Vista lejana de casas y edificios residenciales en el norte de la franja de Gaza desde un puesto del ejército israelí
Frontera entre la Franja de Gaza e Israel. Foto: Eddie Gerald / Getty Images

Es difícil decirlo de otra manera: la propuesta del presidente Donald Trump de “tomar posesión” de la Franja de Gaza ha dejado al mundo entero boquiabierto. La idea ha sorprendido incluso a destacados miembros de su ejecutivo. Pero debe tomarse muy en serio por las consecuencias que conlleva, independientemente de su ejecución o no, y por su significado, es decir, lo que nos revela de la postura del máximo dirigente de Estados Unidos (EEUU) sobre el conflicto palestino-israelí.

“Más allá de las consecuencias prácticas, lo que revela el plan del presidente estadounidense, y su planteamiento transaccional propio de un magnate inmobiliario, es su desconsideración por los palestinos, sus derechos, colectivos e individuales, e incluso su humanidad’’.

La toma de posesión unilateral por parte de EEUU de un territorio a 9.000 km de distancia representaría uno de los ejemplos de expansionismo territorial más flagrantes desde la fundación de la Carta de las Naciones Unidas, que rige la relaciones entre Estados desde 1945 con el objetivo, entre otros, de poner el fin al colonialismo.

EEUU interviene militarmente en todo el mundo constantemente, e invadió Afganistán e Irak en 2001 y 2003 respectivamente. La ocupación de Afganistán duró hasta 2021, mientras que la de Irak terminó formalmente en 2011, pero EEUU mantiene miles de soldados en éste último, sobre un total de más de 30.000 en todo Oriente Medio. Washington fracasó en demostrar que Irak suponía una amenaza para su seguridad y la paz internacional, y la invasión fue considerada ilegal. EEUU no podría siquiera esgrimir con respecto a la Franja de Gaza los argumentos que empleó para justificar su invasión de Irak: la existencia de armas de destrucción masiva y los vínculos con organizaciones terroristas yihadistas internacionales –ambos falsos–. De hecho, Trump no pretende emplear este tipo de justificaciones. Sus argumentos son principalmente humanitarios e inmobiliarios –aunque también considera claramente nociones de la seguridad de Israel–.

Trump no sólo ha expresado su deseo de invadir y ocupar Gaza, sino que introduce dos elementos, que estuvieron totalmente ausentes de la invasión de Afganistán e Irak –un tipo de expansionismo que no forma parte de la política estadounidense desde 1898–. El presidente estadounidense se refirió al desplazamiento de la población palestina en su totalidad –dijo explícitamente que deben ser “reubicados”– para que no regresasen jamás: es decir, la limpieza étnica de la Franja de Gaza –equiparable, según el exfiscal jefe de la Corte Penal Internacional, Luis Moreno Ocampo, a su genocidio– y llevó más allá el concepto de una ocupación permanente, hablando directamente de convertir Gaza en territorio propio. Sin entrar en la complejidad legal añadida que supondría la ocupación estadounidense, dado que Gaza es ya un territorio ocupado por Israel, es evidente que la propuesta de Trump sería ilegal. Y el mero hecho de que el presidente de EEUU proponga la violación de múltiples principios básicos del derecho internacional es una amenaza para ese sistema de gobernanza global, como un todo.

Más allá de si se convertirá en otra amenaza de Trump que nunca llega a cumplirse –como su promesa de forzar a México a pagar un muro en su frontera compartida– y del daño que hacen de por sí las declaraciones al orden liberal global, se debe tomar muy en serio por sus suposiciones implícitas, que darán paso a planes e ideas que sí se ejecutarán. Ya vimos durante su primer mandato el tipo de medidas que se tomaron y cómo, a pesar de su gravedad, lo radicalmente opuestas que eran al derecho internacional y a la postura histórica estadounidense con respecto al conflicto palestino-israelí, se ejecutaron. Y, aun así, ninguna era tan extrema como la que propone Trump ahora.

Dada la magnitud de las implicaciones –no sólo para el derecho internacional sino sobre cuestiones más prácticas, sobre la necesidad de movilizar tropas estadounidenses para tomar el control de Gaza y el método a escoger para expulsar a sus 2,3 millones de habitantes–, casi inmediatamente sus asesores comenzaron a dar marcha atrás. El asesor de Seguridad Nacional de Trump, Mike Waltz, explicó la idea en el contexto de la ausencia de otras propuestas: “El hecho de que nadie tiene una solución realista y que el presidente pone sobre la mesa unas ideas muy audaces y novedosas, no creo que deba ser criticado de ninguna manera”, añadiendo, “creo que toda la región tendrá que ofrecer sus propias soluciones si no les gusta la solución de Trump”.

La solución a la guerra en Gaza también se le escapó a la Administración estadounidense previa. Antony Blinken, exsecretario de Estado con el presidente Biden, viajó a la región una docena de veces en busca de una solución, pero fracasó en acordar un mecanismo para la reconstrucción y futura gobernanza de la Franja de Gaza, por varias razones. Primero, porque no buscaba un alto el fuego, sino un mecanismo para la gobernanza y reconstrucción de la Franja de Gaza después de que Israel completara su ofensiva militar. Los países de la región –principalmente Jordania, Egipto y Arabia Saudí– se resistían a la idea de tratar únicamente “el día después”, porque eso suponía dar luz verde a la destrucción de Gaza y exterminio de su población. Después, porque Blinken convirtió la reforma de la Autoridad Nacional Palestina (ANP) –en lugar del fin de la guerra o simplemente del retorno de la ANP a Gaza– en la condición principal para la aplicación de cualquier mecanismo de gobernanza de la Franja, lo que pospuso indefinidamente una solución para Gaza.

En realidad, la explicación del fracaso en encontrar una solución era la falta de voluntad de la Administración Biden para convencer a Israel de hacer dos cosas contrarias a sus intereses: parar la guerra y establecer un sistema de gobernanza palestino en Gaza. La espina dorsal de la política de Benjamín Netanyahu hacia los palestinos desde la retirada israelí de Gaza en 2005 ha sido profundizar la división entre ese territorio y Cisjordania y entre palestinos en general, a fin de debilitar y eventualmente acabar con el movimiento nacionalista palestino. Por eso, hasta el 7 octubre de 2023 Netanyahu consideraba conveniente mantener a Hamás ejerciendo el control de Gaza. Y, por eso, Netanyahu se opone a permitir el regreso de la ANP a la Franja –la única opción aceptable para palestinos, países árabes y la Unión Europea (UE), entre otros–. El hecho es que no existe una solución a largo plazo aceptable para Israel para la reconstrucción y gobernanza del territorio gazatí que no pase por la expulsión de su población.

Más allá de las consecuencias prácticas, lo que revela el plan del presidente estadounidense, y su planteamiento transaccional propio de un magnate inmobiliario, es su desconsideración por los palestinos, sus derechos, colectivos e individuales, e incluso su humanidad. En sus declaraciones, Donald Trump rechaza la condición de los palestinos como población autóctona de Gaza y la identidad palestina de ese territorio –por no hablar de derechos de propiedad–. La población palestina es básicamente desechable. Repudia también la riquísima historia de Gaza, puente entre continentes y civilizaciones. Gaza es una tabula rasa, dispuesta sólo para su desarrollo inmobiliario. Cuando Trump dice que “lo de Gaza no ha funcionado, nunca ha funcionado”, se refiere exclusivamente a los objetivos expansionistas de Israel. Los derechos de autodeterminación del pueblo palestino son, por otro lado, superfluos.

Y, por supuesto, a pesar de que Netanyahu y Trump pretendían lo contrario el día de su reunión el pasado 4 febrero, el plan de Trump socava por completo el acuerdo de alto el fuego, en particular la segunda y tercera y fase final donde se trata una solución a medio y largo plazo para el conflicto entre Israel y Hamás. De hecho, desde un primer momento, Trump ofreció a Netanyahu garantías para que aceptase el alto el fuego que le permitían reanudar la guerra en cualquier momento. A pocos días de entrar en funcionamiento, el propio Trump expresó dudas sobre la sostenibilidad del acuerdo.

Netanyahu repitió el 4 de febrero en la Casa Blanca que sus objetivos en Gaza eran tres: (a) destruir las capacidades militares y de gobernanza de Hamás; (b) liberar a todos los rehenes; y (c) asegurarse de que Gaza nunca más amenace a Israel. Con respecto al primero, ya vimos desde el principio del alto el fuego que Hamás no ha sido destruido y es capaz de retomar el control de la Franja y reconstruirse, lo que proporciona una excusa a Israel para continuar su campaña de destrucción. Pero es que Israel tampoco permite ninguna alternativa a Hamás. Cualquier tipo de autogobierno palestino es considerado una amenaza, en línea con el tercer objetivo y, por eso, el gobierno israelí ha ignorado toda discusión o preparativo sobre la futura gobernanza de Gaza. Esto no es casual. Israel lleva desde su establecimiento soñando –y planeando– la limpieza étnica de Gaza y ése ha sido claramente el objetivo de la ofensiva contra la Franja desde octubre de2023.

Y es que Israel –y EEUU– no tiene un problema con Hamás, ni siquiera con “lo de Gaza”, sino con los palestinos como un todo.