Joe Biden ha podido con la persona de Trump pero tendrá que lidiar con el fantasma del trumpismo. Biden es el presidente que más votos ha logrado en la historia (aunque la población y la participación han crecido, claro, y en porcentaje no ha superado al Obama de 2008). Ha ganado, pero no ha habido “marea azul” (el color de los demócratas), pese a los sondeos previos. Donald Trump, con tanto en contra en plena pandemia y crisis económica, ha obtenido más votos que cuatro años atrás y le deja a su contrincante una herencia envenenada en un paisaje en el que el trumpismo no se desdibujará. Se ha dicho a menudo que Trump, un outsider, ha sido más efecto que causa, pero su mandato deja huellas profundas. Ha sido efecto y causa. Y no va a dejar de seguir influyendo, en una sociedad que ha contribuido a polarizar aún más de lo que estaba. Hay dos EEUU, dos Américas, como dicen ellos, dos almas, que de momento parecen irreconciliables, porque se asientan sobre profundas diferencias culturales, identitarias, que se traducen en amistades separadas, en vecindarios deslindados, e incluso en actitudes contrapuestas ante el COVID-19. Biden se ha comprometido a poner fin a la “sombría era de demonización” en EEUU.
Tras los votos –incluso antes– vienen los jueces, como ya había adelantado Trump durante la campaña, y reiterado con acusaciones infundadas de fraude ante los recuentos. Con la posibilidad de que algo llegue al Tribunal Supremo dominado por los republicanos. Pero esto no es Bush contra Gore en 2000, con un solo estado –Florida– en liza y otras razones. Como ya se está viendo, las litigaciones de la campaña de Trump lo tienen, esta vez, mucho más complicado. Sin, de momento, ninguna prueba de fraude. Faltan aún otros aspectos que pueden generar problemas, y un traspaso de poder que se anuncia problemático, por lo vengativo y mal perder del personaje.
Algunos, como Thomas Wright, piensan que Trump se ha convertido ya en uno de los presidentes que más perdurará en la memoria, pues ha sido “el primer presidente loco”, y “la historia de un rey loco es un cuento inmortal”. Era necesario haberlo estudiado para comprender a EEUU en este principio del siglo XXI. Pero no es un loco, sino que ha entendido bien en qué ha derivado la sociedad estadounidense. Trump dejará el cargo, pero no necesariamente el poder. En contra de otros expresidentes, puede seguir siendo parte activa del paisaje. Su base electoral, la coalición que la conforma, no sólo sigue intacta sino incrementada, y le adora. Los problemas sobre los que se sustenta (la dicotomía rural-urbana, la desigualdad, el decaimiento y robotización industrial, la precariedad laboral, el racismo, las diferencias de género, la religiosidad, el orden público y el derecho a las armas, etc.) no han sabido abordarlos los demócratas ni con Clinton ni con Obama en estos últimos lustros en los que la sociedad estadounidense ha cambiado profundamente. Y Trump y su equipo tienen los codiciados datos sobre esa base.
De aquí al 20 de enero, si no gana ante los jueces o con argucias políticas e institucionales, Trump aún puede hacer cosas para dejar su huella. Ya ha conseguido –merced a una serie de defunciones– dejar por un tiempo largo una mayoría republicana de seis a tres en el Tribunal Supremo, donde tantos conflictos acaban en EEUU, además de en el circuito judicial federal. Pero lo decisivo de cara a la nueva legislatura va a ser quién controla el Senado, pendiente de la repetición de la votación en Georgia de dos escaños el 5 de enero, una elección que puede determinar la suerte de la Administración Biden. Si los demócratas, aunque sea con el voto dirimente de la probable presidenta del Senado, la primera vicepresidenta mujer y negra Kamala Harris, no logran el control, la importante, aunque moderada, agenda de Biden, en unos momentos muy difíciles de crisis sanitaria, económica y social, se verá en aprietos, aunque por órdenes ejecutivas pueda desmontar una parte del legado de Trump. La mayoría republicana en el Senado puede frenar los nombramientos esenciales de la Administración presidencial. Biden tendrá que pactar y buscar consensos –y en esto tiene experiencia–, por lo que no debería sorprender ver a algún republicano en su Gabinete. Si los republicanos confirman su control del Senado, el actor a vigilar será el trumpista-en-jefe entre sus filas, el actual líder de la mayoría, Mitch McConnell, el senador que fue contra la yugular política de Obama e impidió el impeachment de Trump. Todo ello con el país pendiente de un nuevo estímulo fiscal, cuyo acuerdo entre republicanos y demócratas frenaron Trump y McConnell a pocos días de las elecciones del pasado día 3 porque hubiera facilitado la vida a una posible Administración Biden.
Incluso sin Trump el trumpismo sobrevivirá. Se ha convertido en una forma de ser. Y su presencia ha aumentado en el Congreso tras estas elecciones. Ya se habla de que Trump, personaje que no soporta verse como un loser (perdedor), descontento con la Fox, va a montar su propio canal de televisión (Trump TV) y seguirá muy activo en las redes sociales, sembrando discordia y noticias falsas (como ha hecho ante el recuento). Quién sabe si intentará volver a presentarse en 2024, aunque sólo sea para mantenerse como referente y pesar sobre el Partido Republicano, al que ha abducido estos años. Constitucionalmente puede porque sería para un segundo mandato, aunque para entonces tenga 78 años (como Biden cuando entre en la Casa Blanca). Pero la justicia, sobre todo la de Nueva York también está acechando a Trump, sobre todo por aspectos oscuros de sus negocios antes de llegar a la Casa Blanca.
Los republicanos han perdido, pero se sienten envalentonados por haber logrado una parte del voto negro, y un tercio del voto latino, un hecho también más cultural que económico. Trump, antes de la pandemia, logró que subieran los salarios más bajos tras lustros de estancamiento. Trump ha servido a los ricos, pero en parte también ha convertido al republicano en un partido de clase obrera, lo que antes correspondía a los demócratas. Los republicanos harán lo posible en las elecciones a medio mandato en 2022 para controlar el Senado y que los demócratas pierdan la mayoría en la Cámara de Representantes –donde por Georgia ha entrado una defensora de la teoría de la conspiración de QAnon–. Mientras, Biden tendrá la difícil tarea de intentar superar la polarización del país y a la vez conseguir un necesario aggiornamento del Partido Demócrata, que en las actuales condiciones tendría que haber logrado una victoria más rotunda, de haber entendido mejor a su propio país. Es quizá la persona más indicada en estos momentos para intentarlo con sus llamamientos a la concordia y la unidad.
La prioridad del nuevo presidente va a ser doméstica –la pandemia y la crisis económica y social– aunque le resultará muy difícil gobernar contra casi la mitad del país. Es en política exterior –salvo para ratificar tratados, pero el derecho internacional está en crisis– donde tendrá más margen de maniobra, aunque no controle el Senado. Biden, más proeuropeo pero exigente hacia Europa, recuperará la diplomacia y la labor de un Departamento de Estado diezmado por Trump, buscará aliados, no sólo socios, pues no tiene esa visión transaccional de la política exterior de su predecesor. Aunque la política exterior a menudo responde a crisis no controladas, más que a intenciones. Es previsible, porque así lo ha anunciado, que EEUU vuelva al Acuerdo de París sobre cambio climático, a la Organización Mundial de la Salud (OMS) y posiblemente al acuerdo nuclear con Irán. Es decir, a un cierto multilateralismo, término tabú para Trump, que reniega de los Objetivos de Desarrollo Sostenible para 2030 a los que Biden podría dar un nuevo impulso. Pero la crisis del multilateralismo, a favor de la multipolaridad, no responde sólo a Trump, sino a que el mundo ha cambiado, sobre todo por el desplazamiento del centro de gravedad geopolítico hacia Asia, y especialmente hacia China. Biden puede recuperar una parte, sólo eso, de la posición de EEUU en un orden global que de forma decisiva contribuyó a crear en la post Guerra Mundial y después. Para la gobernanza global, también se requiere unos EEUU en los que la gobernanza interna funcione.
Aunque pierda el Despacho Oval, el populismo de Trump seguirá siendo un referente, una fuerza, importante dentro y fuera de EEUU. La victoria de Biden no tiene por qué suponer un debilitamiento de los populistas en otros países del mundo –ya sea Bolsonaro en Brasil, Orbán en Hungría o VOX en España, por citar unos pocos, además del caso de Johnson en el Reino Unido, que pierde un socio–, muy inspirados por el trumpismo, y que contribuirán a la polarización de sus sociedades y del mundo. Y mientras, China observa este gran espectáculo con interés y la vista puesta sobre el largo plazo. Pues hay que reconocer que un espectáculo democrático como este ha sido y sigue siendo estimulante. El 46º presidente. Nada menos.