El siglo del populismo, el último libro del historiador y politólogo Pierre Rosanvallon, representa un título de lectura indispensable sobre este fenómeno sociopolítico, de carácter tan difuso como volátil. Es una corriente de pensamiento líquido, no tanto una doctrina, marcada por el imperio absoluto de las emociones. Limitarse a comparaciones históricas con los fascismos de entreguerras denota una cierta pereza a la hora de analizar. Para empezar, el populismo es mucho más antiguo que todo eso. Podríamos remontarnos a la Antigüedad clásica y a otras etapas de la historia porque el populismo es una actitud, una táctica y finalmente una estrategia al servicio de la toma del poder. Además, el populismo está, y siempre lo ha estado, al servicio de una “política espectáculo”, y, en consecuencia, no es extraño que acapare la atención de los espectadores, llámense pueblo o público, en esta sociedad del espectáculo, en la que se prefiere la representación a la realidad, la apariencia al ser, tal y como subrayaba el filósofo Guy Debord en 1967.
Pierre Rosanvallon presenta en su libro toda una serie de ejemplos de la fuerte carga emocional que sustenta al populismo, en la que se entremezclan pretensiones de exclusiva grandeza moral, no pocas veces salpicadas por el término “dignidad”, y los odios más turbulentos, con una violencia verbal sin límites. Nos trae un ejemplo de la política francesa, el de Jean-Luc Mélenchon, y nos cuenta una significativa anécdota en la que se aprecian las simpatías del fundador de La France insoumise por el cesarismo. En 2017 visitó las ruinas del Foro romano, donde señaló que César estaba cerca del pueblo y por eso los patricios lo asesinaron. Rosanvallon no se remonta tan lejos en su libro para narrar la historia del populismo, si bien es recomendable revisar las Vidas paralelas de Plutarco, y en concreto la de César, para tomar nota de actitudes populistas que siguen muy vigentes.
En efecto, Plutarco retrata a César, en sus funciones de edil o pretor de Roma, como un político ambicioso, que utiliza al pueblo para sus fines. Solo Cicerón, el principal representante del ideal republicano, parece darse cuenta de que detrás de su humanidad y afabilidad externas, que le ganan una inmensa popularidad, están los designios de un ambicioso. Pero el destino de Cicerón será el de tantos críticos del cesarismo: la de ser desprestigiado por encarnar supuestamente los intereses de los privilegiados, los del patriciado romano. Los “hombres fuertes”, idolatrados por las masas, nada quieren saber de quienes apelan a los dictados de la razón. Lo cierto es que el gran orador romano percibe rasgos tiránicos en todas las empresas y actos políticos de César, y escribe: “Cuando veo su caballera peinada con tanto cuidado, cuando le veo rascarse la cabeza con un solo dedo, llego a creer que un hombre así ha decidido un crimen tan grande como la ruina de la República romana”. El propio Cicerón señala también la anécdota de que César tradujo de este modo una cita de Eurípides: “Si hay que violar el derecho, debe hacerse para reinar; en los demás casos practica la rectitud”. Hoy diríamos que César era un maestro en el arte de la inteligencia emocional, y todo líder populista termina siéndolo. El cesarismo ha pasado además al teatro, entre otros géneros literarios, y Shakespeare, con su Julio César, debe mucho a Plutarco. En esa obra le vemos comportarse como un tribuno de la plebe. No menos populista es Marco Antonio con su sinuoso discurso ante el cadáver de César, que desbanca al discurso “patriótico” de Marco Bruto, uno de sus asesinos, pues Antonio consigue con habilidad desatar toda clase de emociones entre su auditorio.
Pierre Rosanvallon hace en su libro una anatomía y una crítica, bien fundamentada del populismo, pero, en mi opinión, tiene también el mérito de esbozar una historia del populismo contemporáneo, centrada particularmente en Francia, aunque perfectamente trasplantable a otros países. El populismo impregna el régimen del primer Napoleón, esperanza de los decepcionados y cansados de la revolución, pero el Segundo Imperio de Napoleón III (1852-1870) es un populismo en estado puro. Allí surgirá la idea, que luego cruzará el Atlántico para germinar en el terreno propicio de los caudillismos de las repúblicas latinoamericanas, de que el emperador no es un hombre sino un pueblo, el elegido de la democracia, la encarnación de la representación popular. Luis Napoleón Bonaparte multiplicará las recepciones y los desplazamientos por el interior de Francia, a modo de un continuo plebiscito. El bonapartismo busca no solo la unanimidad política sino también la unanimidad social, y esto también explicará sus intentos de controlar la prensa, a la que considera un Estado dentro del Estado, carente de toda legitimidad democrática. Dicha percepción es una prueba más de que el populismo antepone la democracia plebiscitaria al Estado de derecho.
Durante la Tercera República, en 1889, Francia conocerá el efímero bonapartismo del general Georges Boulanger, paralelo a los escándalos políticos de corrupción del momento, y que es jaleado por una prensa que considera a los diputados de la Asamblea Nacional como ejemplo de cinismo, cobardía y mediocridad. Boulanger no triunfará al final, pues nunca lo hacen quienes son incapaces de separar lo sublime de lo ridículo, con todas sus actitudes teatrales y sobreactuadas. Hay quien opina que Boulanger temía en realidad al Estado de derecho y no se atrevió a dar el golpe de Estado que le reclamaban sus partidarios, tras haber ganado las elecciones parlamentarias. Por cierto, Jean Renoir hizo un retrato muy logrado de Boulanger en la película Elena y los hombres (1956), bajo los rasgos del general François Rolland (Jean Marais), tan pretencioso como teatral.
Una acertada conclusión de El siglo del populismo es que la democracia es a la vez una suma de modalidades imperfectas y un sistema experimental, algo que nunca está acabado. Pero el populismo no ha surgido de modo espontáneo. Ha sido una reacción contra la clase política tradicional conformista y encerrada en sí misma. La democracia representativa, según Rosanvallon, “es el régimen que no se cansa de preguntarse por él mismo”. Su pervivencia dependerá de su capacidad de reinventarse, de ser más activa y participativa.