Hace apenas unas semanas, el presidente chino, Xi Jinping, hacía un llamamiento a construir una imagen “más amorosa” de China en la Conferencia Consultiva Política del Pueblo Chino que tuvo lugar a principios de junio. Quiere renovar la imagen del país y “ampliar su círculo de países amigos”. Señalaba a los altos cargos del Partido Comunista que China debe trabajar por construir una imagen de un país “digno de confianza, cercano y respetable”.
No es casualidad. En 2020, tras el inicio de la pandemia causada por COVID-19, el 48% de la ciudadanía europea tenía una peor percepción de China que antes. Solo el 12% veía con mejores ojos a China, según una encuesta del European Council on Foreign Relations. Pero no es solamente algo coyuntural –pese a lo estructural que una pandemia como la actual supone para nuestras sociedades. El gobierno de China ya se enfrenta a una crisis de reputación desde tiempo atrás, con las crecientes críticas internacionales ante casos anteriores como la limitación de las protestas activistas a favor de la democracia en Hong Kong o la situación de los uigures en la región de Xinjiang.
Poder blando: ¿poder duro o una herramienta de política exterior demasiado vaga?
Las palabras del líder chino plantean la cuestión sobre cómo el poder blando, como herramienta de política exterior, ha cambiado en los últimos años, y también sobre cómo el auge y liderazgo chino, así como la rivalidad con Estados Unidos en varios frentes han hecho que el poder blando se “estrategice” todavía más y adquiera incluso un carácter de “poder duro” en cierta medida.
Ya en 2012, un informe de Clingendael apuntaba que el principal problema del poder blando era que se había convertido en un concepto “grab-all” (es decir, que aglutina demasiadas cosas). Todo y nada son vistos como componentes de una herramienta de política exterior que era amorfa y poco definida. En ese momento, se apuntaba a que no había una clara separación entre los límites de lo que es el poder duro y lo que es el poder blando. El poder duro se ha solido ver como el conjunto de herramientas de política exterior en materia de seguridad y defensa, diplomacia económica, y otros. Mientras, el poder blando generalmente se ha referido a campañas de comunicación pública y la proyección de una imagen y reputación positivas.
Sin embargo, en la visión de China lo que vemos es que el poder blando se quiere instaurar, no como una esfera separada del poder duro, con su propia estrategia –lo que sería un erizo-, sino más bien que el poder blando sea entendido como una estrategia transversal a todas las esferas de política exterior –como un zorro o aparato estratégico de altos vuelos. Esta es una forma de ver la política exterior que ya el gobierno de Estados Unidos viene haciendo desde hace décadas, y que se ha abordado desde las esferas de la Diplomacia Pública de Washington, DC, como lo que llaman su “Gran Paradoja”.
Hacer de la estrategia, virtud
Sin duda, las declaraciones del presidente chino a principios de junio sobre la necesidad de mejorar su imagen no se referían a la totalidad del planeta. Más bien, a la percepción de los países europeos, Estados Unidos, Canadá y similares. En el hemisferio Sur, la imagen y reputación de China van por otra dirección, mucho más positiva y propositiva. Los acuerdos comerciales del gobierno chino con países de África Subsahariana y América Latina y el Caribe, en el marco de su Ruta de la Seda, han mejorado el grado de confianza y de aceptación social de un nuevo socio con el que antes muchos países no estaban tan acostumbrados a negociar, al menos de forma tan intensiva como lo es ahora.
En esta línea, el reto para cualquier país –no solo China– que busca mejorar su poder blando para llegar más allá en lo que es su poder duro –es decir, más acuerdos comerciales, más espacios para su seguridad militar y defensa–, es saber hacer del poder blando un elemento estratégico. No consiste solamente en hacer campañas de información pública, intercambio y estancias de funcionariado en centros extranjeros, o fomentar programas de formación, sino también en saber diferenciar entre cuatro vías de estrategia en el poder blando:
- Estrategias de compromiso, que permitan fomentar el diálogo y construir coaliciones en asuntos que no han sido abordados.
- Estrategias que configuren el debate de un asunto que se está tratando, pero que no tiene mucha definición.
- Estrategias disruptivas, cuando un gobierno ve que hay un consenso emergente que se opone a sus intereses.
- Estrategias destructivas, usadas para minimizar al adversario. Aunque esta última técnica no es recomendable con el fin de favorecer la estabilidad global.
Puede que suenen como categorías abstractas, pero lo cierto es que todas ellas ya han sido aplicadas. La Alianza Tecnológica de Democracias propuesta por el secretario de Estado de EEUU, Anthony Blinken, busca construir coaliciones para la gobernanza tecnológica, con el ojo puesto en aquellos sistemas que no son democráticos. Es una estrategia de compromiso para mejorar su imagen frente a una ascendente China que, quizás no hace coaliciones, pero sí crecientes compromisos bilaterales, tanto con Rusia (dragon-bear) como con otros países, y que refuerza la imagen mutua.
En los pequeños detalles
No siempre es sencillo hacer del poder blando un activo estratégico de la política exterior. Para algunos países con recursos y tradición de diplomacia pública híbrida con el poder duro, ciertos espacios siguen siendo cercanos. Sin embargo, nuevos retos aparecen en la política exterior, como la gobernanza tecnológica, y para este tema –y otros– no hay todavía una estrategia de poder blando definida.
Siempre se ha hablado de qué libros tienen los Presidentes y Presidentas en su mesita de noche. Se dice que Joe Biden lee poesía; Barack Obama se va a dormir tras leer ensayos sobre activismo; Angela Merkel es una ávida lectora de la historia global; y Xi Jinping siempre se acompaña de libros sobre ciencia y tecnología. Todo tiene un porqué.