La pasada semana la UE afrontaba con incertidumbre e indefinición la IV Cumbre del Partenariado Oriental en la ciudad de Riga. Esta reunión tenía lugar 18 meses más tarde que la que tuvo lugar en Vilnius, en noviembre de 2013, y que permanece en la memoria como aquella en la que comenzó la crisis ucraniana.
Han pasado muchas cosas desde entonces –las movilizaciones del Maidán, la anexión de Crimea, el conflicto en el Donbass, los acuerdos de Minsk– y, sin embargo, parece que no se hubiera movido nada en torno a la estrategia oriental. La UE sigue careciendo de un diagnóstico unitario sobre cuál es el origen de los problemas de la región, uno de los grandes errores cometidos en Vilnius.
En estos momentos, lo que debería plantearse entre los Estados Miembros es precisamente qué objetivos son los que persigue la Política de Vecindad Europea en general, y los de la Asociación Oriental en particular. La UE siempre tuvo en su horizonte la construcción de un área de seguridad en torno a sus fronteras: un cinturón conformado por países con democracias liberales y economías de mercado asentadas que la propia Unión ayudaría a consolidar. Y todo ello fundamentado en la firme creencia de que los procesos de cambio impulsados desde Europa llevarían a la estabilidad política y económica de estas sociedades.
Sin embargo, con lo que no se contaba era con que precisamente la modernización diera lugar a inestabilidad, algo que era precisamente lo que se quería evitar. La mayoría de los países que forman parte de la Política de Vecindad de la UE están ahora peor que en el año 2003. Es, por tanto, muy necesario realizar una profunda reflexión acerca de hasta qué punto la europeización de estos países ha provocado inestabilidad y cómo se van a poder reconducir las situaciones. El paradigma de los 90 de Europa como elemento de pacificación y estabilización que se aplicó en los Balcanes, en la actualidad no funciona ex ante y no está claro, a la luz de los acontecimientos, que funcione ex post, salvo un cambio radical en la estrategia política de la Unión. Está en manos de los Estados Miembros identificar cuáles han sido los errores cometidos y las causas de las crisis, pero, sobre todo, deben ser capaces de tener claro qué es lo que se pretende conseguir en los países que conforman la vecindad europea: procesos de integración, procesos de transformación o simplemente acuerdos de cooperación concretos.
En el caso del Partenariado Oriental, es necesario recordar en este punto que fue ideado por Suecia y Polonia en primera instancia y aprobado en Praga en 2009. Su principal objetivo fue crear un área de seguridad entre la UE y Rusia en la que primaran valores como los derechos humanos y la paz. Es decir, la puesta en marcha de procesos transformadores y modernizadores. Por tanto, ni integración, ni acuerdos puntuales de cooperación. Y es aquí donde la UE ha fracasado, en la puesta en marcha de estos procesos en los países que conforman el partenariado: Bielorrusia, Georgia, Moldavia, Azerbaiyán, Armenia y, por supuesto, Ucrania.
Y este es el contexto en el que los países de la UE llegaron a la Cumbre de Riga: sin determinar cuál sería la estrategia a seguir, lo que les situaba en posiciones reactivas y no proactivas frente a las potenciales demandas procedentes de la otra parte. Esto no es algo nuevo, como ya se vio en las semanas posteriores a Vilnius, cuando de manera sorprendente y en contra de una parte importante de los Estados Miembros se aceleró la firma de los Tratados de Asociación con Georgia y Moldavia, e incluso con la propia Ucrania. Europa actuaba una vez más a golpe de crisis.
Esta indefinición en la estrategia, la falta de unidad en las posiciones de los Estados Miembros junto con el fantasma ruso sobrevolando la capital letona han hecho que las conclusiones hayan sido vagas e imprecisas y estén siendo percibidas por parte de algunos sectores de la opinión pública como una muestra de debilidad ante Moscú.
Y aquí es donde encontramos la clave de esta cumbre. Una vez más, la UE ha tenido que buscar el equilibrio entre las distintas posiciones y estrategias, aquellas que se sitúan entre el compromiso con los países de la vecindad y la contención en la misma con Rusia en el horizonte. Por un lado, está la de aquellos países que quieren ofrecer una perspectiva europea de manera clara y contundente, ya que de este modo se podría conseguir una mayor eficacia en los procesos de reforma puestos en marcha. El máximo exponente de este caso sería el apoyo explícito al actual gobierno de Ucrania, lo que le permitiría a éste recuperar un apoyo popular que está en sus horas más bajas. Por otro lado está el grupo de aquellos que se oponen al paradigma de la europeanización como solución y que optarían por flexibilizar las posiciones en relación con Rusia para evitar males mayores.
En el otro lado de la mesa, los Estados del Partenariado Oriental, como en otras ocasiones, han vuelto a centrarse en cuánto y qué les puede ofrecer la UE en lugar de intentar dibujar el camino por el que quieren transitar. Los intereses nacionales de este grupo tampoco son homogéneos ni unitarios en sus demandas a los 28. Así, ni Bielorrusia, ni Armenia –ya integrados en la Unión Euroasiática–, ni Azerbaiyán, quieren ir más allá de la firma de acuerdos puntuales en materia comercial y económica que les favorezcan. No admitirán, por tanto, injerencias europeas en el ámbito de la democracia o de los derechos humanos. Mientras, Georgia y Ucrania han puesto sobre la mesa la liberalización de visados y, junto con Moldavia, solicitan el reconocimiento de su derecho a la integración. En ninguno de estos dos grupos, por tanto, se contempla, por razones opuestas, el papel de la Unión como mero actor de transformación de las sociedades, lo que se ha denominado la perspectiva europea. A unos se les queda corto y quieren más –Georgia, Ucrania y Moldavia– pero para el resto es demasiado y quieren menos –Armenia, Bielorrusia y Azerbaiyán–.
Parece claro que la Unión va a tener que plantearse un cambio en la estrategia de aproximación a estos países. A todas luces la negociación en bloque ya no es viable puesto que las demandas de unos y otros no son coincidentes. Europa, por tanto, no podrá tener una aproximación regional a seis sino que su estrategia tiene que estar diferenciada. Así, deberá centrarse en un determinado número de reformas prioritarias de manera específica en cada país.
El resultado con estos importantes umbrales de incertidumbre en el horizonte ha sido que nadie ha quedado satisfecho con las conclusiones finales de la Cumbre. Se trata quizá de la reunión en la que menos se ha avanzado en términos políticos desde la constitución del Partenariado Oriental y la causa principal ha sido la cautela geoestratégica en relación con Rusia, pero también el amplio proceso de negociación dentro de la UE con las crisis del Mediterráneo, de Oriente Medio y ucraniana en el horizonte. Así, se han intentado consolidar los procesos de modernización ya en marcha, pero no se avanza planteando nuevas propuestas. Un claro ejemplo ha sido la concesión de los 1.800 millones de dólares en ayudas que recibirá Ucrania, que muestra cómo el apoyo se da en el ámbito de las cuestiones técnicas pero con el mínimo compromiso político, aplazando la concesión de la liberalización de los visados. En conclusión, se puede decir que para conseguir resultados en la frontera oriental hay que tener las ideas claras e iniciativa política, y tendrá que estar incluida Rusia: sin estas condiciones no habrá una estrategia oriental digna de tal nombre.