Tras seis años, casi 500.000 muertos, más de ocho millones desplazados y cinco millones de refugiados, Siria sigue en llamas. Y si durante todo este trágico periodo ha quedado claro que los sirios han sido completamente abandonados a su suerte, también desde hace un tiempo resulta obvio que la comunidad internacional se ha acomodado a la idea de aceptar la continuidad del régimen genocida de Bashar al-Assad. Visto así, se explica inmediatamente la confluencia de intereses aparentemente distintos entre Washington, Moscú, Teherán, Riad y hasta Damasco, que ha dado como resultado la identificación de Daesh como el único enemigo a considerar.
Por un lado, esto ha permitido a al-Assad ya no solo consolidar su control del corredor Damasco-Alepo y la zona costera de Latakia, sino también ampliar su dominio hasta Palmira y la frontera sur con Jordania. En el campo de batalla las fuerzas gubernamentales (codo a codo con pasdarán iraníes, milicianos libaneses del Partido de Dios, milicias chiíes de diversos orígenes y un decisivo apoyo aéreo y artillero ruso) han podido ir encapsulando a sus enemigos –atendiendo más a los grupos rebeldes sirios que a los yihadistas alineados con Daesh y al-Qaeda– hasta el punto de tener ya el tiempo a su favor. En paralelo, en las diferentes mesas de negociaciones (sea Ginebra IV o Astana) al-Assad se siente lo suficientemente fortalecido como para saber que nadie logrará imponerle condiciones que no esté dispuesto a aceptar. Cuenta para ello con el firme apoyo de Teherán –consciente de que la supervivencia política del régimen sirio le permite mantener su sueño de liderazgo regional– y el más circunstancial de Moscú –crecido en su condición de interlocutor imprescindible y solo dispuesto a ceder lo necesario para verse liberado de las sanciones que Washington y Bruselas le han impuesto por su aventura belicista en Ucrania.
Por otro lado, el ciego e interesado reduccionismo de considerar a Daesh como la amenaza principal deja amplio margen de maniobra a otros actores. En lo que corresponde al pseudocalifato declarado en junio de 2014 por Abu Bakr al-Baghdadi, parece claro que Raqa seguirá el mismo guion que se está desarrollando en Mosul. La ofensiva para reconquistar la ciudad ya está en marcha, con un conglomerado de tropas desplegadas a unos ocho kilómetros de sus calles. Sobre la base de una absoluta superioridad aérea, garantizada fundamentalmente por los aviones estadounidenses, y el cierre de prácticamente todas las vías de posible suministro y refuerzo de los combatientes de Daesh que hay en su interior, estamos a la espera del inminente asalto final.
En todo caso, y más allá de las atrocidades que se puedan producir contra los civiles allí atrapados, todavía queda por decidir quién será el encargado de llevar a cabo el esfuerzo principal del combate terrestre. Evidentemente no serán los alrededor de 1.000 efectivos que Washington ha desplegado sobre el terreno. La función básica de sus tropas de operaciones especiales será el asesoramiento y coordinación de las unidades locales encargadas del choque directo contra los yihadistas. A los algo más de 400 efectivos ya activos en la zona –encargados de evaluar las opciones a desarrollar y, en todo caso, de realizar alguna acción muy selectiva para eliminar objetivos específicos– se acaban de añadir medios artilleros que servirán para aumentar el poder de “ablandamiento” de objetivos dentro de la ciudad.
Eso implica que para el choque directo, calle por calle, se plantean otras opciones que van desde el empleo de las milicias kurdas que Washington ha estado apoyando desde hace tiempo (para disgusto de Anakara), las tropas turcas que ya están en Siria desarrollando la operación Escudo del Éufrates, o incluso las propias unidades gubernamentales sirias, en la medida en que al-Assad aspira a recuperar el control de todo el territorio nacional, presentándose hipócritamente como el más férreo valladar frente al terrorismo yihadista.
Entretanto, al-Qaeda trata de sacar tajada de la generalizada obsesión con Daesh. Así, en una muestra más de su capacidad para navegar en aguas tan turbulentas, Jabhat Fateh al-Sham (ex Jabat al-Nusra) no solo no ha desaparecido sino que se ha transformado, desde el pasado enero, en Hayat Tahrir al-Sham, absorbiendo a otros grupos yihadistas presentes en el escenario sirio. A su reconocida capacidad de combate en múltiples enfrentamientos con tropas sirias y extranjeras, aparenta defender también una visión menos extrema que la mantenida por Daesh. De ese modo, en una apuesta de largo plazo derivada en buena parte de los reveses sufridos cuando pretendió hacer lo mismo que ahora Daesh está desarrollando, se ha hecho más atractivo a ojos de otros yihadistas que ven cómo se desmorona paulatinamente el delirio de al-Baghdadi.
Daesh será expulsado de Raqa y el pseudocalifato será desmantelado. Pero los sirios tardarán aún mucho en librarse de la violencia, de la injerencia de potencias extranjeras y del régimen que desde hace casi medio siglo les ha caído en (mala) suerte.