Cuando en el año 2002 estuve realizando un estudio en Barcelona sobre la convivencia entre catalanes e inmigrantes, descubrí que, a diferencia del resto de España, en Cataluña tenía que aclarar que el estudio versaba sobre los inmigrantes procedentes de otros países. Si no hacía esta aclaración, muchos de mis interlocutores pensaban que estaba hablando de los gallegos, extremeños, andaluces, murcianos o castellanos que habían emigrado a Cataluña desde los años sesenta y a los que todavía se les denominaba allí “inmigrantes”. De hecho, para distinguir a los extranjeros de estos otros “inmigrantes”, el nacionalismo catalán inventó la expresión “nuevos catalanes” (nous catalans).
Estaba claro que el nacionalismo catalán todavía estaba digiriendo la completa alteración del paisaje social que se había producido por la llegada de todos esos otros españoles, de habla no catalana y de costumbres diferentes. Aún no había terminado de hacer compatible la base de la identidad catalana con la existencia de esos otros, innegable y bien visible, cuando se veía sobrepasado por la llegada de otros inmigrantes aún más difíciles de integrar en la identidad catalana: los marroquíes, paquistaníes, latinoamericanos… Estos últimos tenían la ventaja para el nacionalismo catalán de ser cristianos y en su mayoría católicos, algo que encajaba con el peso del catolicismo en el catalanismo. A diferencia de ellos, los marroquíes, que formaban entonces la mayoría de los inmigrantes en España y especialmente en Cataluña, no sólo no compartían la religión católica, sino que muchos otros aspectos de su forma de vida, de su cultura y de su sociabilidad causaban rechazo entre los que habitaban cerca de ellos.
En estas condiciones, el nacionalismo catalán, por boca de Marta Ferrusola, de Jordi Pujol, y de dirigentes de ERC, repitió en los años 2001 a 2005, en diversas ocasiones, que “la inmigración plantea un problema de identidad” (J. Pujol, 2004), que “pronto habrá más mezquitas que Iglesias en Cataluña” (M. Ferrusola, 2001) o que “si continúan las corrientes migratorias actuales Cataluña desaparecerá” (Heribert Barrera, 2001), un tipo de queja que no se ha escuchado en boca de dirigentes políticos en ninguna otra parte de España. Conviene pararse a pensar en el significado de estas declaraciones: las quejas no se referían al efecto de la inmigración en la convivencia, o en el mercado de trabajo, o en los servicios públicos, o en la seguridad. No, se trataba nada menos que de la identidad, algo esencial e innegociable.
Unos años después , ese mismo nacionalismo catalán que declaraba a los inmigrantes musulmanes incompatibles con el mantenimiento de la identidad catalana, y que negaba a los marroquíes el derecho al voto en las elecciones municipales (CiU, en el 2011 en el Congreso de los Diputados) se ha lanzado a cortejarlos para sumarlos a la causa independentista. Como relata Ignacio Cembrero, el gobierno catalán, a través de la Fundación Nous Catalans, está desarrollando múltiples iniciativas para evitar que los inmigrantes voten contra la secesión de Cataluña en una eventual consulta, intentando convencerles de que saldrían ganando en una Cataluña independiente y de que “ser catalán” requiere sumarse a la causa soberanista. A los marroquíes se les ofrece ahora, a través del plan Marruecos 2014-2017, clases de tamazigh y árabe para los estudiantes en horario lectivo, y se otorga a la vez prerrogativas al gobierno marroquí sobre la enseñanza de la religión musulmana en Cataluña. El gobierno marroquí es muy contrario al proceso independentista catalán, por su posible efecto sobre la evolución del conflicto en el Sahara Occidental, y la Generalitat intenta reducir esta oposición que se refleja en los casi 300.000 marroquíes que viven en Cataluña. Pero, dados los antecedentes, no es de extrañar que la campaña de atracción del voto inmigrante se esté encontrando con la incredulidad de los interesados.