“Cuando China despierte, el mundo temblará”. Napoleón, en la famosa frase que se le atribuye allá por 1816 en su exilio en Santa Elena, recomendaba “dejarla dormir”. Pero China desde entonces ha despertado, o vuelto a despertar, pues estamos ante un regreso a una normalidad histórica que se quebró por entonces. El problema actual es que el mundo tiembla ante su posible gripaje, ante sus debilidades. Por sus consecuencias externas y por las internas –agravadas por la manera en que se ha gestionado el accidente en el almacén químico del puerto de Tianjin en el que murieron casi 130 personas–, incluida la efectividad del control que el liderazgo chino ejerce sobre sus mercados y la capacidad real de reformas que el país necesita. Las otras economías emergentes son las principales economías en sufrir, como ya se venía avisando. Aunque todas acaben sufriendo.
China es ya una parte consustancial de la economía global, un 16% del producto mundial. De hecho, según cómo se mida, puede ser ya la más grande. Inevitablemente, lo que ocurre allí nos afecta ya a todos. Los propios medios oficiales chinos hablaron del 24 de agosto como de un “lunes negro”. Aunque la relación entre la economía y el mercado de valores nunca es clara, y menos cuando viene dictada por algoritmos, la brusca caída en las bolsas chinas en agosto, tras el anterior episodio de julio, ha desatado una crisis bursátil general, que, pese a que se ha ya recuperado en Occidente y no haya afectado demasiado al resto de Asia, ha despertado enormes dudas sobre la situación real de una China de cuyas estadísticas se desconfía.
El crecimiento oficial es de un 7%, pero algunos estudios sitúan lo que puede ser una “nueva normalidad” –a la que aludió el presidente Xi Jinping ya en mayo, y a la que los chinos y el mundo habrán de ajustarse– en un 5,3% y otros la bajan incluso a un 4%. Diversos indicadores (consumo de electricidad, cemento, exportaciones, demanda de metales como el cobre, transporte por tren, nueva construcción, etc.) llevan tiempo frenándose, y la deuda pública se ha disparado a un 282% del PIB (estaba en un 130% en 2009), aunque las reservas en moneda extranjera permanecen altas. No es técnicamente una recesión –y en términos absolutos es un crecimiento para sí y para el mundo mayor que cuando ocho años atrás apuntaba a un 14%–, pero es insuficiente para generar el empleo que el aumento de la población china y los desplazamientos de las zonas rurales a las ciudades de la costa requieren. Aunque ha inyectado en estas semanas el equivalente a 200.000 millones de dólares o más en la economía y la bolsa chinas, el Banco de China tiene aún mucho margen de maniobra no sólo para ayudar a la economía china, sino también a los mercados emergentes.
Pero lo que está ocurriendo pone en duda la famosa competencia del liderazgo chino en esta coyuntura, en que ha de conducir la economía hacia un nuevo modelo basado menos en la exportación y en la inversión y más en el consumo interno, con una devaluación de la moneda mal explicada y presentada. El problema es que los chinos son unos tremendos ahorradores, entre otras cosas para proveer a su vejez ante la carencia de pensiones públicas y a su salud dada la escasez de la sanidad pública. Además, las pautas de consumo están cambiando entre unos ciudadanos que se alejan de los productos de lujos y gastan más en los supermercados.
Pero sobre todo está la cuestión del control de una economía de mercado con un peso enorme del sector estatal. El presidente Xi Jinping, que ha acumulado como nadie en los últimos años poder en sus manos, pretendió compensar la merma de legitimidad de un menor crecimiento económico con una mayor lucha contra una corrupción que indigna y genera inseguridad, como se ha visto en el accidente de Tianjin en una empresa estatal. El que ha quedado seriamente tocado ha sido el primer ministro Li Keqiang, encargado de la gestión –incluida una dimensión policial contra los “especuladores”– de la crisis bursátil, aunque no es previsible su democión.
En todo caso, la nueva normalidad puede repercutir en unas economías emergentes que han sido demasiado dependientes en sus exportaciones de materias primas hacia China y no han construido una base industrial propia. Incluso en el mundo desarrollado, la crisis bursátil china –una pérdida de un 40% de valor desde junio, mucho más que una corrección– no sólo ha afectado a unas multinacionales cada vez más globales, sino empujado al alza el valor del euro cuya depreciación era parte de ese “viento de cola” que ha impulsado el actual crecimiento en Europa, España incluida. Con una posible guerra de divisas en el horizonte, con devaluaciones competitivas o con una subida de tipos de interés por parte de la Reserva Federal de EEUU que ahora se ve dificultada. Esto último, si se confirma, es lo único positivo de lo ocurrido. Pero la crisis ha abierto la duda de si China está en una transición manejable hacia un nuevo modelo, no sólo económico sino también social e incluso político. Nuevos temblores a la vista.