Por supuesto que son muchos los que se benefician de la violencia y las guerras. Y el listado no se limita tan solo a los fabricantes de armas sino que, en el otro extremo, también alcanza hasta el individuo anónimo que, gracias al arma que posee, puede alimentarse un día más y procurarse su propia seguridad en entornos de violencia endémica. Además, también cabría argumentar provocativamente que ese sostenido nivel de violencia es, junto con las pandemias, uno de los más efectivos reguladores de población que han actuado a lo largo de la historia de la humanidad. Visto así, habría que concluir que ni sería posible ni deseable (fundamentalmente por razones económicas y de sostenimiento medioambiental) eliminar todo rastro de violencia de este planeta.
Pero para quienes entienden que toda vida humana es de un valor incalculable y que su preservación es una prioridad absoluta, el sueño de terminar con las guerras y la violencia es un mandato inexcusable. Recordemos que ése es, precisamente, el mandamiento principal de la ONU (“evitar el flagelo de la guerra a las generaciones futuras”), aunque se trate de un desiderátum que hoy cabría calificar de utópico. Pero sin llegar a tanto, también cabe detenerse en los costes de oportunidad en los que se incurre cuando se emplea la violencia como instrumento para resolver problemas y superar conflictos. El Institute for Economics and Peace acaba de publicar su Global Peace Index 2015, en el que se sostiene que el impacto económico de la violencia durante 2014 en todo el mundo se elevó a 14,3 billones de dólares (recordemos que el PIB de España ronda los 1,4 billones de dólares), lo que equivale al 13,4% del PIB mundial.
Según sus cálculos, iniciados en 2008, el coste global ha aumentado el 15,3% desde entonces, mientras que el nivel de paz ha empeorado en 86 países y ha mejorado en otros 76. Mientras que, por un lado, en el listado de países (162) y de regiones (9), Islandia y Europa sobresalen como los entornos más pacíficos; por otro, Siria y MENA (Norte de África y Oriente Medio) destacan como los más violentos. Para mayor abundamiento, Guinea-Bissau aparece como el país que más ha mejorado su situación (saltando veinte puestos para colocarse como el 120º), seguido de Costa de Marfil, Egipto, Tayikistán y Benín. Por el otro extremo Libia es el que más ha empeorado (cayendo trece puestos hasta ocupar el 149º), con Ucrania, Yibuti y Níger a continuación.
Estos resultados obedecen a un análisis que trata de estimar cuantitativamente el coste de las muertes producidas por conflictos internos, los gastos en atender a los refugiados y desplazados, y las pérdidas del PIB de cada país por efecto directo de la violencia. Obviamente se trata de estimaciones pero, más allá de la exactitud que se pueda lograr en un terreno tan resbaladizo, es imposible no recordar el dicho de que “más vale prevenir que curar”. En un mundo en el que la actitud generalizada es netamente reactiva, conviene considerar por un momento el sobresaliente efecto que un giro hacia la prevención, adelantándose al estallido de la violencia, podría tener tanto desde una elemental óptica humanista como desde el más frío cálculo económico.
Baste, a modo de ejemplo, con echar mano de los datos que aporta el último informe del ACNUR (Mundo en guerra) . El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados constata que a finales del pasado año se registró la mayor cifra de personas forzadas violentamente a abandonar sus lugares de residencia. Hablamos de 59,5 millones de personas (19,5 refugiadas, 38,2 desplazadas y 1,8 solicitantes de asilo) huidas de la violencia y las catástrofes para preservar su vida; y podemos pensar de inmediato en el coste humano y económico que se deriva de esa situación que podría haberse evitado en la inmensa mayoría de los casos. La clave, como es bien sabido, no está en la falta de recursos, sino en la ausencia de voluntad política para articular mecanismos de prevención de conflictos y construcción de la paz que permitan resolver los conflictos por vías no violentas.
No parece que hayamos asumido ese tan simple como incumplido precepto, cuando el ACNUR nos recuerda que una década antes el número total de refugiados y desplazados era de 37,5 millones. Añadamos a eso que más de la mitad de esas personas son menores de edad y que el grueso de los refugiados (un 86%) se concentran en Turquía, Pakistán, Líbano, Irán, Etiopía, Jordania, Kenia, Chad, Uganda y China (no en Europa o Norteamérica). Entretanto, un tercio de todos los desplazados malviven en Irak y Siria (sin olvidar que en Colombia hay unos seis millones en esa situación).
Visto así, ¿será que la violencia y la guerra no son tan mal negocio, o al menos no tan malo como el de dedicarse a evitarlas?