El objetivo de Serbia es manifiesto: entrar en la Unión Europea. Aunque esta intención tiene un recorrido que viene de muy atrás, todo se ha intensificado desde las elecciones parlamentarias de 2014, donde se confirmó el consenso en torno a la adhesión ante la ausencia de formaciones euroescépticas en la Asamblea Nacional. Las declaraciones de los miembros del Ejecutivo y de la oposición son unánimes al respecto, e incluso la ciudadanía del país se muestra en su mayoría a favor de la integración.
Pero entre los diferentes escollos con los que se encuentra Serbia en este proceso, la UE le dio primacía a uno de ellos: la cuestión de Kosovo. Bruselas fue tajante en este tema, y la apertura del marco de negociaciones sólo se pudo dar con la firma del Acuerdo de normalización de relaciones entre ambas partes. El presidente Tomislav Nikolić y el primer ministro Aleksandar Vučić llevan años priorizando el pragmatismo a la ideología, y la sensación que provocaban sus palabras era la de preferir mantener estable la relación con Kosovo y centrarse en la adhesión. La reciprocidad fluía, mientras que la UE hablaba de la aplicación del acuerdo y la creación de una nueva propuesta de plataforma para Kosovo, autoridades serbias se reconocían decididas a continuar el diálogo con Pristina.
En las últimas fechas, los acontecimientos confirmaban esta tendencia de acercamiento de la clase política serbia. Vučić era el protagonista de la primera visita en quince años de un primer ministro venido desde Belgrado al distrito de Kosovo-Pomoravlje –en territorio kosovar pero con presencia de comunidad serbia-. Este mostró la mencionada voluntad de aproximación al demandar a los habitantes serbios de la zona tener “buenas relaciones con los vecinos albaneses” y continuar “amando vuestro país, pero sobre todo manteniendo vuestras casas”, aludiendo a lo que llamó “pensar con la cabeza fría” para hacer uso de lo pragmático en beneficio de los intereses del país. El Ejecutivo de Nikolić no puede abandonar a la comunidad serbia de Kosovo, y asegurar su presencia pacífica en la zona es un incontestable aval para avanzar en la integración. Pero eso sí, no a cualquier precio.
Las lecturas sobre el comportamiento de las élites políticas de este país pueden ser diversas, pudiéndonos preguntar incluso si el Gobierno de Belgrado no está jugando la baza de la mitigación del discurso sobre el reconocimiento para flexibilizar las condiciones de la Unión Europa en el marco de las negociaciones. La cuestión es compleja, con el telón de fondo que presenta el reconocimiento de facto, Nikolić esquiva esta posibilidad y se centra en las condiciones que con antelación Serbia considera que se deben cumplir: la integración del sistema judicial en zonas kosovares con comunidad serbia y la creación de la Asociación de Municipios Serbios, requisitos que no se han ejecutado desde la firma del Acuerdo de normalización de relaciones. De ambas, resulta vital para el Ejecutivo de Nikolić garantizar en Kosovo un órgano con poder en la toma de decisiones para que los habitantes serbios de la zona reciban parte de su financiación sin obstáculos. Esta iniciativa es una más de las propuestas para lograr el objetivo comentado anteriormente, volver a reintegrar a la comunidad del país separada geográficamente y que se sentía traicionada por un acuerdo que la dejaba en un segundo plano.
Pero la suavidad del discurso serbio y el aproximamiento de las clases políticas de ambas partes no pueden desvincularse de los vaivenes que siempre han caracterizado esta turbulenta relación. Y en un clima de supuesta placidez ha surgido durante el mes de enero un nuevo conflicto: el de la nacionalización del complejo minero de Trepca.
Trepca es la principal empresa de este sector en Kosovo; sin embargo, se encuentra situada en zonas donde la población mayoritaria es serbia. El Parlamento de Kosovo intentó unilateralmente su nacionalización, lo que conllevó una nueva crisis diplomática entre ambas entidades. Serbia acudió a la UE, y tras ciertos desacuerdos en el comienzo de los diálogos, Bruselas dio la razón a Belgrado asumiendo que era un tema que había que tratar. Por ello, y en consecuencia, el Gobierno de Kosovo se tuvo que retractar.
Si bien las tensiones diplomáticas entre Serbia y Kosovo se suavizaron con la rectificación desde Pristina de nacionalizar el complejo minero, los efectos colaterales de las mismas ya eran inevitables. Mientras que al Gobierno de Nikolić le añadía un nuevo punto de desencuentro con la UE –tras las declaraciones de Vučić en las que acusaba a Bruselas de financiar una campaña en contra del Ejecutivo-, la oposición kosovar organizó una manifestación en contra de la decisión de no nacionalizar Trepca que acabó con 56 agentes y 29 manifestantes heridos. Una prueba más de que cualquier acontecimiento puede funcionar como mecha que incendie las relaciones entre ambas partes.
No basta con la voluntad de las élites políticas por atemperar la tirantez recíproca. Aunque ya no exista en Serbia la retórica incendiaria que se daba contra Kosovo diez años atrás, y el hastío haya sustituido a la ira, la telaraña que compone la compleja administración de la zona, el pulso político y la presencia de minorías en territorio ajeno parecen muros infranqueables para la resolución del estatus kosovar. Un totémico laberinto en el que Kosovo y Serbia toman el papel de Teseo, pero donde la UE no es la Ariadna que enseña a desenrollar el hilo que lleva hasta la salida.