La llegada de Mohamed Morsi a la presidencia egipcia hace ahora apenas un año, levantó muchas dudas acerca de la capacidad democrática del Islam político. Objeto de controversia, la victoria de Morsi ofrecía una valiosa oportunidad para llevar el Islam a otro nivel y demostrar que también era capaz de jugar en política. La realidad un año después parece, sin embargo, dar la razón a quienes consideran que Islam y democracia son términos antagónicos.
El principal error del ya depuesto presidente egipcio podría resumirse en el hecho de haberse ganado en su contra tanto al Ejército como a la calle en general. Por no saber o no atreverse a arremeter una reforma de las instituciones en toda regla, Morsi cometió el error de “enfadar” al omnipresente Ejército egipcio. Desde que Gamal Abdel Nasser diera el golpe de estado que le llevó al poder en 1952, todos los gobiernos sucesivos, estables y provisionales, con la excepción del gobierno de Morsi, han estado en manos militares. Más importante aún son los enormes intereses económicos que afectan al Ejército. Directa e indirectamente, los militares controlan un gran número de negocios e industrias, que van desde la producción de productos básicos como el pan, hasta pantallas de televisión. Por tanto, es de entender que los intentos de Morsi de pasar al Ejército a un segundo plano y recortar sus atribuciones no fueran nada bien recibidos entre los rangos militares.
Un segundo error fue subestimar a los ciudadanos que le habían dado el cargo tan sólo unos meses antes. Desde que estallaran las protestas, Morsi no ha dejado de insistir en la idea de que él es el presidente legítimo elegido por el pueblo. A pesar de que no le falta razón, pues ha sido el primer presidente de Egipto elegido democráticamente, olvida que igual que el pueblo otorga la legitimidad, es también el pueblo quien puede quitársela. Por otra parte, es necesario recordar que los Hermanos Musulmanes llegaron al poder con un escaso margen y en segunda vuelta (un 51% de los votos después de una primera vuelta en la que obtuvieron el 24% de los votos que en votos potenciales consistía en tan sólo un 11%). Es decir, el apoyo real del gobierno islamista se reducía fundamentalmente a los seguidores y simpatizantes de la Hermandad que supo beneficiarse de la poca o nula organización con la que contaban los grupos de la oposición en el momento de los comicios.
Teniendo esto en cuenta, el tercer gran error del gobierno islamista ha sido traicionar la confianza en él depositada, a través de una serie de movimientos y de la adopción de medidas, cuanto menos, controvertidas. En primer lugar, Morsi se equivocó al valerse de su legitimidad democrática para excederse en sus atribuciones. La explicación de que el decreto que le otorgaba inmunidad como presidente era una medida temporal necesaria para acelerar la transición democrática puede resultar poco creíble en un país en el que el estado de excepción estuvo vigente como “medida excepcional” durante más de treinta años. En segundo lugar, Morsi incumplió una de sus grandes promesas electorales, la de gobernar para todos los egipcios. Uno de las grandes dudas que plantea el islamismo es saber si sus credenciales democráticos son reales o mera fachada. En Egipto, como en el resto de países de la región, se temía que los islamistas aceptaran el juego democrático como escalera al poder y pasaporte para la islamización del país. Lo cierto es que a medida que avanzaban los meses, la deriva islamista del gobierno de los Hermanos Musulmanes se iba reflejando en un conservadurismo forzoso de la sociedad para la satisfacción de unos pocos. No sólo puestos y cargos públicos han recaído en miembros o simpatizantes de la Hermandad, sino que la Constitución ahora suspendida fue redactada en exclusiva por los miembros islamistas que ostentaban la mayoría en la Asamblea Constituyente. El gobierno islamista debió confundir las demandas de los ciudadanos, pues eran pan, justicia social y libertad, y no Islam, lo que clamaban las voces de Tahrir. Derribado el muro del miedo, los egipcios descubrieron hace más de dos años que cuentan con los instrumentos para hacerse oír; no escucharles, es temerario. Por otra parte, dar prioridad a la agenda islamista sin haber resuelto los graves problemas verdaderamente existentes (economía por los suelos, desabastecimientos, desigualdades sociales) pone en tela de juicio la democracia que los islamistas dicen defender. Por último, Morsi y su gobierno cometieron el error de enrocarse en el poder cuando los dos ultimatos estaban ya sobre la mesa. El tono desafiante del discurso de Morsi recordaba trazas de discursos pasados y la constatación, por parte de la calle egipcia, de que sus voces no estaban siendo escuchadas.
¿Inexperiencia o errores de principiante? Quizás ambas cosas. A diferencia de Argelia o Gaza, donde los islamistas ni siquiera tuvieron los cien días de gracia, el gobierno islamista de Egipto ha conseguido acabar en tan sólo un año con la credibilidad, al menos política, de la que habían gozado los Hermanos Musulmanes durante ochenta y cuatro años. Con la caída de Morsi, no sólo el islamismo egipcio sino el Islam político en general queda dañado. Gozar de una nueva oportunidad no va a ser fácil, aunque reducirlos de nuevo a la clandestinidad sería igualmente un error. Por si la hubiera, el Islam político haría bien en aprender de errores pasados.
(Publicado originalmente en El Mundo, el 6 de julio de 2013).