Aunque Washington quiera formalmente identificarlo como un proyecto multilateral, integrando a países europeos en su desarrollo y buscando la adhesión de la OTAN- presentándolo como un complemento de su Active Layered Theater Ballistic Missile Defense (ALTBMD), aprobado en la Cumbre de Lisboa de 2010-, a nadie se le escapa que el popularmente conocido como escudo antimisiles– la Ballistic Missile Defense (BMD)- impulsado por la administración Obama responde básicamente a intereses estadounidenses. Se trata de un esfuerzo que en su vertiente europea- reformulado actualmente como EPAA (European Phased Adaptive Approach)-, se encuentra ya en su tercera fase, después de haber renunciado en marzo pasado a la cuarta, como un gesto para apaciguar momentáneamente a Moscú. La acelerada acumulación de incertidumbres sobre su posible desarrollo pone en cuestión su futuro a corto plazo.
Por un lado, siguen sin despejarse las dudas técnicas sobre la eficacia de un sistema que, en lo que se refiere a la EPAA, debe ser capaz de destruir en vuelo misiles balísticos de corto y medio alcance, integrando operativamente los avanzados sistemas navales Aegis– como los que incorporan los dos destructores estadounidenses que a partir de este año tendrán su base en Rota (y otros dos más en 2015)-, con las estaciones (fijas y móviles) de radares instaladas en suelo europeo y los misiles interceptores SM-3. Las pruebas realizadas hasta ahora no permiten garantizar en ningún caso la protección del continente europeo contra ataques de misiles cargados con armas de destrucción masiva, tanto si se trata de artefactos que sigan una trayectoria balística como de los aún más elusivos misiles crucero. Aún quedan muchas asignaturas tecnológicas por aprobar para disponer de un verdadero escudo que salvaguarde a EE UU y a sus aliados europeos de ataques de este tipo. De poco sirve, en consecuencia, argumentar por adelantado que no se pretende (cuando en realidad significa que no se puede) hacer frente a un ataque como el que solo podría hipotéticamente lanzar Rusia (con centenares o miles de cabezas nucleares en tránsito hacia objetivos occidentales), sino que solo se aspira a detener un ataque puntual de países como Irán (que, al menos de momento, no dispone de capacidad real para desencadenarlo).
Por otro, cuenta desde su arranque con la frontal oposición de Moscú, al entender que puede cuestionar la capacidad de disuasión de sus fuerzas estratégicas y, por tanto, alterar el equilibrio del terror en el que, en definitiva, estamos instalados desde hace décadas. De poco vale en este sentido contrargumentar, como hace Washington, que las zonas previstas de despliegue no cubren las posibles trayectorias de los misiles intercontinentales rusos (más al norte de las que podría utilizar Teherán contra objetivos similares) y que, además, quedan fuera del alcance de los sistemas EPAA. En realidad, el juego es más sutil, dado que lo que Estados Unidos pretende es anclar a esos países de la Europa Central y Oriental en su área de influencia (con el entusiasta respaldo de los gobiernos afectados, que se ven amenazados por una Rusia en auge); mientras que Moscú intenta evitarlo por todos los medios, consciente de que los planes de instalación de baterías de misiles interceptores en Rumanía (2015) y en Polonia (2018) supondrían un obstáculo muy importante en sus aspiraciones por recuperar la influencia que un día disfrutó en lo que ahora denomina su “extranjero próximo”.
En su afán por torpedear los planes estadounidenses- que se completan con otros similares en Asia-Pacífico (con Japón, Australia y Corea del Sur como socios)-, Moscú cuenta con una baza sobrevenida, pero fundamental: el proceso de acercamiento entre Estados Unidos e Irán. Si finalmente este se concreta- para lo cual quedan aún por superar considerables reticencias y desconfianzas mutuas- desaparece la razón principal esgrimida hasta la saciedad por Washington para justificar su escudo. Ante esa tesitura- que Moscú acompaña con interesados rumores sobre el posible despliegue de los modernos misiles de corto alcance 9K720 Iskander (SS-26 Stone, en terminología OTAN) en Kaliningrado-, no es fácil adivinar cómo va a reaccionar la administración Obama. Si finalmente se retracta, dejará en la estacada a sus socios europeos, que se sentirán defraudados y quedarán más expuestos a la presión rusa. Pero si sigue adelante, se hará más evidente lo que Rusia mantiene en definitiva desde el principio: que el escudo está planteado para hacer frente a una Rusia que se sigue percibiendo como una amenaza, al menos, latente.