Desde el día uno, el presidente de EEUU han mostrado poco interés por los diplomáticos de su país: les ha arrinconado sistemáticamente y ha dejado muchos puestos sin cubrir en el Departamento de Estado; ha ignorado sus consejos creando situaciones comprometidas con otros países; ha evocado una y otra vez un oscuro complot contra él por parte de un “deep state” que busca debilitarle; les ha tachado de “remanentes” de la era Obama; y ha intentado una y otra vez recortar de forma drástica su presupuesto. Ahora los diplomáticos parecen vengarse y desafiar a quien que les ha desafiado durante los últimos tres años. La oportunidad se la ha brindado el proceso de destitución del presidente de EEUU, el impeachment, que está en marcha en la Cámara de Representantes.
A lo largo de las últimas semanas funcionarios del servicio exterior, en activo y retirados, han desfilado por los pasillos de Capitol Hill para testificar en el juicio político (impeachment) a Trump a pesar de las instrucciones contrarias por parte de la Administración y de su actual secretario de Estado, Mike Pompeo.
Bill Taylor, George Kent, Marie Yovanovith, Michael McKinley, Philip Reeker, Suriya Jayanti, han demostrado profesionalidad, integridad y coraje a pesar de que muchos fieles al presidente siguen viendo al Foggy Bottom como una guarida de intrigas demócratas. Unas cualidades de las, según se queja William J. Burns, solo ahora se están percatando los estadounidenses gracias a estos testimonios públicos que están devolviendo la dignidad a estos servidores públicos en estos “tiempos indignos”.
Dentro del Departamento de Estado les han aclamado como héroes, en especial a aquellos que han testificado a pesar de seguir todavía en nómina. Pero también les han aclamado fuera, sobre todo ese engranaje diplomático internacional que hasta ahora se preguntaban si los embajadores y funcionarios estadounidenses hablaban en nombre del presidente y si podían contar con ellos como socios fiables.
Algunos de los diplomáticos, además, han usado la plataforma de la Cámara de Representantes para airear los agravios de Trump y de su entorno contra el personal de carrera del Departamento de Estado. Varios han sido degradados, marginados y sometidos a continuos ataques por parte de algunos medios de comunicación conservadores. Sin embargo, este desafío de los diplomáticos puede agravar aún más la brecha entre Trump y el Departamento y sin duda avivará la confusión sobre cuál es la verdadera política exterior de EEUU.
Muchos diplomáticos siguen preocupados por su futuro a pesar de estar satisfechos de que se haya ondeado la bandera del servicio exterior. Unos cuantos siguen haciendo su trabajo, algunos sienten la necesidad de argumentar porqué se quedan y porqué creen que es el momento de permanecer dentro, y otros se van frustrados por no aguantar más.
Su ira quizás esté ahora más centrada en Pompeo que en Trump. Éste dejó que hubiera represalias políticas contra funcionarios del servicio exterior y no defendió a Marie Yovanovich en el caso de Ucrania. Además, se resistió a las peticiones de información del Congreso para proteger, según él, a los diplomáticos. Fue quien sustituyó a Rex Tillerson y pareció entrar con buen pie prometiendo devolver al Departamento su esplendor y categoría, pero ahora la sensación es que no le importa traicionarle para tener el favor de Trump, cuyo apoyo necesita si quiere ser senador. Pompeo ha renunciado a sus principios por el juego político.
Tensión entre políticos y servidores públicos
Donald Trump llegó a la Casa Blanca con una agenda internacional poco detallada más allá de su promesa de poner a “América primero”, pero avisó que sería un rompedor (disruptive) y que llevaría a cabo un cambio de dirección en política exterior.
Comenzó cubriendo puestos clave apostando por personas con poca experiencia y leales compañeros de campaña. Las filtraciones de los primeros meses sobre reuniones en la Casa Blanca le llevaron a blindarse a la hora de escoger nuevos cargos y el nombramiento de nuevos candidatos comenzó a demorarse. La respuesta a los retrasos era el deseo del presidente de “drenar el pantano” y eliminar muchas de las duplicidades que existían, aunque algunos ya empezaban a hablar del principio del desmantelamiento del Departamento de Estado. Donald Trump tiene su particular visión del cuerpo de diplomáticos y de los funcionarios del servicio exterior. Para él están lejos de ser la contraparte civil de aquellos que defienden el país en la esfera militar. ¿Quién iba entonces a hacer llegar los mensajes a los aliados de Oriente Medio, Asia y Europa? ¿Cómo se iba a mover el país en la dirección que deseaba el presidente de EEUU sin un equipo, amplio y sólido?
Desde el principio el proceso de toma de decisiones en cuestiones de política exterior ha sido caótico y por lo general ad hoc. Un reducido núcleo, sin apenas consultar ni discutir con las demás agencias y departamentos, buscaba rapidez y rechazaba el expertise para tomar decisiones. De hecho Trump no sólo no tiene paciencia para un proceso más lento que busque una visión lo más amplia posible sino que, como jefe del grupo, es el menos disciplinado de todos.
Pero las tensiones entre líderes políticos y los servidores públicos no son nuevos. Cuando en 1970 el presidente Nixon anunció una intervención militar en Camboya en el contexto de la guerra de Vietnam, más de 200 funcionarios de Exteriores firmaron una carta dirigida al secretario de Estado protestando por tal decisión. Fue la mayor protesta en la historia del Departamento de Estado que un año después daría lugar al establecimiento de un mecanismo denominado Dissent Channel, que permitiría a los funcionarios expresar formalmente su visión contraria o alternativa a determinados asuntos de política exterior. Sus reglas incluían su protección contra posibles represalias. Cuando Trump llegó a la Casa Blanca, aterrizando con maneras nixonianas, la circulación de un borrador en el Dissent Channel mostrando su oposición a la iniciativa del Gobierno de prohibir la entrada de inmigrantes procedentes de países musulmanes desencadenó las primeras críticas y ataques personales de Donald Trump. Desde entonces, ningún mecanismo institucional del arsenal democrático –Congreso, cuerpo jurídico, funcionarios, prensa, servicio de inteligencia– se ha librado de insultos y ataques.
Como recuerda William J. Burns en el artículo arriba mencionado, la verdadera amenaza a la democracia de EEUU no es ese imaginario “deep state” que busca debilitar al presidente, sino un Estado débil con unas instituciones vaciadas, donde el favoritismo y la corrupción no deja a los servidores públicos defender los valores democráticos o competir en un ambiente internacional cada vez más lleno, más complicado y más competitivo. Burns llega a comparar los ataques de Trump al cuerpo diplomático con los días de la “caza al comunista” del senador Joseph McCarthy.
A los diplomáticos se les pueden sumar ahora los militares, tras el polémico indulto de Trump a un miembro de los Navy Seal acusado de crímenes de guerra. El mensaje que ha enviado el presidente de EEUU con este paso es que la única disciplina que vale es la obediencia a su persona, además de enviar una errónea señal tanto a las tropas estadounidenses como a los aliados de que EEUU no se toma en serio el Derecho que se aplica en los conflictos armados (ius in bello). Trump, como Commander in Chief de EEUU , ha dado a entender que él es el último árbitro de la justicia militar. Pero como ha dicho Richard Spenser, secretario de la Armada, en su carta de despido “la ley es los que nos diferencia de nuestros adversarios”. Su carta recuerda a la del secretario de Defensa, James Mattis, cuando también renunció a su cargo y advertía que el presidente quería un secretario que estuviera por encima de todo alineado con su visión de las cosas. Así están las cosas en Washington D.C.