Nicolas Baverez, discípulo y continuador de las ideas de Raymond Aron, acaba de publicar Violence et passions. Défendre la liberté à l’âge de l’histoire universelle (Ed. de l’Observatoire). El seguidor hace honor a su maestro, que hizo algo similar durante la guerra fría, con la siguiente tesis: en un tiempo agitado como el nuestro, caracterizado por la inestabilidad y la volatibilidad de los acontecimientos, las democracias occidentales no deberían perder de vista sus valores inherentes y su destino común. Hay quien creyó hace un cuarto de siglo que la globalización económica y la extensión de las libertades políticas daría término a una violencia con raíces ideológicas. Sin embargo, el libro de Baverez nos recuerda que aunque las ideologías hayan muerto, o se hayan marchitado, no ha sucedido lo mismo con las pasiones. Son las pasiones las que pueden hacer que la violencia pase de ser un medio a ser un fin en sí misma. Nicolas Baverez, que como tantos franceses es a la vez cartesiano y pascaliano, no ha podido por menos de insertar una frase lapidaria de Pascal: “La peor de todas las guerras es la guerra civil”.
Violence et passions no es un libro muy extenso. Cuenta con algo más de un centenar de páginas de variado contenido y se completa con interesantes citas escogidas, auténtico hilo conductor de los capítulos. Tres de estas citas pueden servirnos de toma de contacto con la obra.
“Es más fácil hacer la guerra que la paz” (Georges Clemenceau).
Esta cita de Clemenceau, uno de los padres del tratado de Versalles que humilló a la Alemania vencida, demostró su autenticidad en la primera posguerra mundial, paréntesis de un conflicto mucho más devastador. Del mismo modo, las democracias atribuyeron el fin del comunismo a sus propios méritos, empezando por EEUU, y se desarmaron ideológicamente a pesar de que, como en el caso de Europa, estaban rodeadas en su periferia por crisis y conflictos. Triunfó la ilusión de la paz perpetua kantiana, poco ajustada a la realidad de las situaciones. Por mi parte, me pregunto, mucho más allá del análisis político concreto, si todo esto no guarda cierta analogía con la crisis de la razón en Occidente.
Encuentro una cierta respuesta en el epílogo del libro donde se cita a Edmund Husserl, el filósofo que en la Viena de 1935 aún podía proclamar lo que ya estaba prohibido decir en Berlín: la crisis existencial europea solo sería superada por un renacimiento de Europa a partir del espíritu de la filosofía, gracias a un heroísmo de la razón. Los héroes de la razón no abundan en nuestros días. Como apunta Baverez, la Europa actual no solo se ha alejado de las religiones y del marxismo sino que también ha dejado de creer en el progreso y en la libertad. Se podrá estar de acuerdo o no con esta afirmación, pero el autor está en lo cierto a vincular el heroísmo de la razón con el combate por la libertad. Por tanto, la razón y la libertad son indisociables. Habría que apelar a la lucidez de los gobernantes y a la responsabilidad de los ciudadanos para que esto siga siendo así en nuestra vida política y social.
“Hay que despertar las conciencias dormidas. Querer tranquilizar supone siempre contribuir a lo peor” (René Girard).
Hay que advertir, aunque esto conlleve intranquilizar a una sociedad que tiene miedo a los riesgos. Baverez recuerda que Raymond Aron se refirió en 1960 al advenimiento de la edad de la historia universal, por la ascensión de las sociedades industriales y la bipolarización ideológica a escala mundial. La historia eurocéntrica tocaba a su fin no sólo por la hegemonía de dos superpotencias ajenas al Viejo Continente sino también por el declive del mundo colonial y el surgimiento de nuevos países independientes. El escenario de la historia se hacía plenamente universal. Sin embargo, Aron apuntaba que la nueva época no tenía que ser necesariamente pacífica. Baverez es de la misma creencia, pues ahora son los tiempos de los yihadismos, los populismos y las “democraturas”, refiriéndose estas últimas al sistema político de aquellos países que sacrifican el Estado de Derecho y la libertad en nombre de una democracia plebiscitaria.
El yihadismo es un enemigo de contornos difusos, que aparentemente se bate en retirada tras la derrota del Daesh, aunque tiene capacidades suficientes para continuar radicalizando a los jóvenes en las redes sociales. Por el contrario, otros adversarios de la democracia occidental están mucho más definidos. El autor pone especial énfasis en los populismos y en las “democraturas”. Ambos tienen algo en común: son enemigos de la integración europea.
Los populismos son, en gran parte, hijos de la crisis económica y financiera iniciada en 2008. El espejismo de una economía de burbuja, aparentemente próspera, la descomposición de las clases medias o el miedo a las migraciones han desembocado en sentimientos de inseguridad generalizada. A partir de ahí se buscan soluciones fáciles y líderes carismáticos, capaces de cuestionar la democracia representativa. Nicolas Baverez comparte con sus lectores un dicho de Charles Péguy, que experimentó a principios del siglo XX el patrioterismo populista: “la guerra contra la demagogia es la peor de todas las guerras”.
Como bien recuerda el autor, la democracia no es solamente el sufragio universal. Pero esta idea restringida de la democracia la comparten los populismos con las “democraturas”, un término atribuido al politólogo Pierre Hassner, y que no pueden presentarse como una evolución de la democracia, pese a que sus defensores las consideren más estables, más eficaces y más en contacto directo con el pueblo que las democracias representativas. En realidad, son democracias no liberales, sistemas en los que los golpes de estado se hacen desde la legalidad, impera la censura y el culto a los oligarcas. Ciertamente EEUU no entra dentro de esta categoría, pese a las peculiaridades del gobierno de su actual presidente porque sigue siendo un sistema de equilibrio de poderes. Sin embargo, Baverez reprocha a la Administración Trump su proceso de retirada de los asuntos mundiales, marcada por una defensa a ultranza del interés nacional y del proteccionismo. Se da así la paradoja de que China puede aparecer ahora como campeona de la globalización y del liberalismo económico. Esta política solo servirá para hacer grande a China otra vez, pero no a EEUU. Una posibilidad que a Nicolas Baverez, formado en el atlantismo de Raymond Aron, no le agrada demasiado.
“Si conociera algo que me fuera útil pero perjudicial para mi familia, lo rechazaría. Si conociera algo que fuera útil a mi familia pero perjudicial para mi patria, intentaría olvidarlo. Si conociera algo que fuera útil para mi patria pero perjudicial para Europa y el género humano, lo consideraría un crimen” (Charles de Montesquieu).
Frente a los peligros de un mundo sacudido por la violencia y la inestabilidad, en el que Europa ha pretendido durante mucho tiempo ser un mero espectador, Nicolas Baverez defiende una Europa de la seguridad común. No es suficiente con que los europeos se ocupen únicamente del derecho y del comercio, tal y como hicieron tras la Segunda Guerra Mundial, y confíen su seguridad a los norteamericanos. Dadas las circunstancias, Europa debe asumir una seguridad en sentido amplio que abarque no solo lo militar sino también la diplomacia, la justicia, la educación, la ayuda al desarrollo…
La presidencia de Trump es, en este sentido, una oportunidad de relanzar el proyecto europeo, impulsado por el eje franco-alemán. En lo que a Francia respecta, la elección de Emmanuel Macron permitió alejar los fantasmas del populismo, si bien Baverez no deposita su entera confianza en el joven presidente. Le considera un hombre sin experiencia y carente de una estrategia global. No comparte algunas de sus decisiones como la destitución del general Philippe de Villiers, molesto por los recortes presupuestarios anunciados por el jefe del Estado, ni tampoco el proyecto de servicio militarobligatorio durante un mes, al que considera costoso e inútil. Pero Baverez también sabe que en un momento de crisis de los partidos tradicionales de la izquierda y la derecha en Francia, Macron supone un ejemplo de que la vieja Europa, la que nació con la Declaración Schuman, es todavía capaz de resistir.