Conceptos vertidos en la presentación del autor en el Real Instituto Elcano el 17 de diciembre de 2015.
¿Por qué ganó Macri?
La campaña electoral argentina fue muy larga. En el curso de 2015 se eligió presidente, en un proceso de tres etapas –primarias, primera vuelta y ballotage–, y también se eligieron gobernadores, intendentes (alcaldes), senadores y diputados, muchas veces en fechas desdobladas.
El resultado no fue el que la mayor parte de los expertos y de los votantes comunes esperábamos: ganó Mauricio Macri, cuando muchos anticipaban que ganaría Daniel Scioli. Las campañas electorales fueron pobres en contenido sustantivo; en cambio, abundaron en mostrar rasgos de las personalidades de los candidatos, los de sus mujeres, su desenvoltura en el escenario y hasta sus habilidades como bailarines. Política sin contenidos y mucho reality, ese fue el signo de esta elección presidencial. Una sociedad “desideologizada” no eligió a su presidente por ideologías ni por programas. Los candidatos se diferenciaron poco en lo programático.
“Se votó por un cambio de estilo, otras formas de ejercer el poder y otros perfiles de dirigentes”
La mayor parte de los votantes fue tomando sus definiciones antes de la definición presidencial. Cuando se votó en las provincias, cuando se eligieron jefes municipales y gobernadores, cuando el voto estableció la nueva conformación de la Cámara de Diputados, quedó definido el cambio político que hoy vive la Argentina. Después de eso, elegir al presidente en el ballotage entre dos candidatos que en muchos aspectos eran relativamente similares pareció más bien un detalle. Y eso lo reflejó el resultado final: una diferencia de menos de tres puntos entre Macri y Scioli. Pero el sentido del proceso ya estaba definido: el kirchnerismo había perdido la provincia de Buenos Aires –la más grande del país, con más de un tercio de toda su población– y una enorme cantidad de municipios, y la Ciudad de Buenos Aires continuaba en manos del PRO, el partido de Macri. Además, el kirchnerismo había perdido algunas provincias con larga tradición peronista, como Jujuy. El kirchnerismo fue derrotado en 2015.
Y no fue así porque se hubiera votado un programa “anti kirchnerista”. Se votó por un cambio de estilo, otras formas de ejercer el poder y otros perfiles de dirigentes. Esas expectativas se reflejan más en la política de todos los días y en la vida cotidiana de la gente que en las “macro políticas” de las que habla a diario la prensa. Las mayores víctimas de esa ola de cambio fueron los jefes políticos locales, los intendentes municipales y muchos gobernadores.
Aun así, es posible que el resultado de la elección genere un cambio profundo en las políticas públicas y conduzca a una reinserción de la Argentina en el mundo.
El nuevo gobierno
Finalmente, Mauricio Macri es presidente. Este hombre de familia empresaria, instalado en la opinión pública desde que fue presidente de Boca Juniors –un club de fútbol–, valorado por su gestión de jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, con un perfil personal más propio de un ingeniero que de un político, es ahora el presidente de un país habituado a que los asuntos de gobierno los manejen los políticos.
El nuevo gobierno refleja eso: el gabinete lo integran personas que provienen de las áreas gerenciales de grandes empresas y expertos; es un gobierno “tecnocrático” antes que político. El Ejecutivo en minoría en el Congreso parece requerir imperativamente calidades políticas antes que técnicas, pero lo cierto es que la realidad es la opuesta. Es esa una primera incertidumbre de la nueva situación, a la que se refiere a diario la prensa.
“A su favor, el gobierno de Macri cuenta con una sociedad expectante pero poco demandante, cuyos miembros esperan no estar mañana peor que hoy”
Una segunda incertidumbre es que este equipo tecnocrático que ahora gobierna la Argentina no ha revelado una “estrategia” macroeconómica ni institucional. Se revela más bien un equipo pragmático, que va dando pasos sin preanunciarlos ni englobarnos en un plan articulado, y que corrige por ensayo y error de la manera más gradual concebible. ¿Podrá eso funcionar, en el contexto de un país agobiado por problemas complejos que exigen respuestas profundas?
A su favor, el gobierno de Macri cuenta con una sociedad expectante pero poco demandante, cuyos miembros esperan ante todo no estar mañana peor que hoy. Cierto, los argentinos sienten cada día la presión de grupos organizados, protestas y reclamos sindicales; pero saben que se trata de formas de presión ejercidas por sectores ultraminoritarios y en general tienen en baja estima a esos grupos y a sus dirigentes.
El mapa político de los próximos años
Una visión convencional del nuevo mapa político argentino ve al gobierno de Macri como una suerte de “derecha moderna”, básicamente “neoliberal”, pro empresaria, cuya agenda se orienta ante todo a ayudar a los capitalistas y mucho menos a preocuparse por los trabajadores y por los pobres. Una coalición más comparable al gobierno chileno de Sebastián Piñera que al PP español, caracterizada por un componente político relativamente débil y un componente de vínculos empresariales más fuerte. La oposición a ese gobierno sería –en esa visión– el peronismo, ejerciendo la representación de los sectores bajos de la estructura social.
No se descarta que los acontecimientos terminen confirmando esa visión. Pero hay otra posible, más consistente con los hechos hasta ahora conocidos. En esta, el gobierno de Macri podría ser una respuesta apropiada a las demandas de una sociedad que espera cambios en la manera de ejercer el poder político sin anteponer preferencias ideológicas a esas preferencias por estilo político de los gobernantes. Macri encabezaría efectivamente un gobierno de gestores, redefiniría la política como el arte de gobernar lo público desde la gestión antes que desde las ideas, intentaría consolidar sus apoyos en la opinión pública atomizada antes que en las demandas de los sectores y grupos politizados.
“El presidente Macri, sabiéndose políticamente débil, buscará definir una agenda que no ponga en riesgo el equilibrio básico sin el cual su gobierno sería inefectivo”
En esta segunda visión, los adjetivos ideológicos pierden entidad. Incluso las tradiciones políticas la pierden. Ser de izquierda o de derecha, peronista, radical o socialista o conservador, liberal o nacionalista, resulta poco relevante. En un gobierno “pragmático” pueden coexistir personas de orígenes políticos diversos, siempre que estén orientadas a servir al gobierno antes que a hacer política. Y ese está siendo el caso en este primer gabinete del gobierno de Macri.
Aceptando esta segunda mirada de la nueva divisoria de aguas en la política argentina, propongo otra conjetura. El presidente Macri, sabiéndose políticamente débil, buscará definir una agenda que no ponga en riesgo el equilibrio básico sin el cual su gobierno sería inefectivo –dicho de otra manera, buscará no caer en los problemas que tuvieron gobiernos anteriores de signo no peronista, como los de Alfonsín y De la Rúa, los cuales carecieron de suficiente respaldo cuando las mayorías políticas se propusieron hostigarlos–. En esa perspectiva, el de Macri sería un gobierno “statu quoista”, en el sentido de que buscaría gobernar acordando gradualmente con los sectores que poseen más poder para poder avanzar en soluciones parciales –y graduales– a los problemas actuales del país. Esos sectores con poder son, ante todo, los gobernadores de provincias –en su mayoría, peronistas, y mayoría en el Senado–, los sindicatos y los lobbies empresarios. Quedan fuera los pequeños grupos de intereses y de ideas que en su mayoría se oponen a intereses empresarios como, por ejemplo, los ambientalistas opuestos a la minería; son ruidosos, pero carecen de poder.
Un gobierno “statu quoista” y tecnocrático –esto es, pragmático– puede entenderse con quienes tienen poder en términos de relaciones o de equilibrios de poder. Las provincias necesitan presupuesto, no ideologías; los sindicatos necesitan que mejore el poder adquisitivo de los trabajadores, no palabras; y los empresarios necesitan que sus negocios prosperen, no que los gobernantes les demarquen el campo y les regulen sus ganancias. La apuesta fuerte de un gobierno “statu quoista” es ser capaz de articular esas distintas demandas de tal manera que eso, lejos de impedir el crecimiento económico, lo potencie. Sin duda, un extraordinario desafío.
La oposición a ese gobierno no sería necesariamente, en este escenario, una oposición ideologizada. En la oposición estarán, ciertamente, el kirchnerismo ideológico –ahora debilitado, al verse privado de recursos de poder–, una izquierda ideológica poco relevante en la Argentina, y sobre todo los sectores sociales que “piden más”, que reclaman calidad institucional ante todo, prioridades claras y alineamientos definidos –sectores de personas con perfil intelectual y universitario–. Quien lee a diario la prensa argentina estos días ya encuentra las primeras señales de esa oposición “programática”, que confronta al gobierno desde los principios. Hay además un poder en las sombras, el del crimen organizado, que también estos días ha aparecido como un fantasma cuya sombra se proyecta sobre la vida cotidiana a través del narcotráfico y que pone en jaque al gobierno a través de episodios policíacos –fuga de presos de alta peligrosidad, persecuciones cinematográficas, suspicacia de connivencia entre el delito y algunos miembros de las fuerzas de seguridad–.
Si este escenario fuera a verificarse en la realidad, y si además el gobierno de Macri tuviese éxito en ofrecer respuestas a los complejos problemas actuales de la Argentina y a los problemas macroeconómicos y sociales que el país arrastra desde décadas atrás, esto conllevaría un cambio político profundo. Ayudaría tal vez a superar las rémoras políticas e ideológicas que vienen signando el fracaso de la política en la Argentina desde hace décadas y podría abrir una vía hacia un crecimiento sustentado en la inversión y en la reactivación de la economía, con alguna razonable ingeniería social para afrontar los desafíos de la pobreza urbana.
Después de eso, si por ese camino se logra reformular un consenso social para un desarrollo sostenido en el largo plazo, es otra historia. Hace 35 años Paul Samuelson definió el problema argentino como el de un país que no ha conseguido resolver “una crisis del consenso social”. Samuelson ya no está entre nosotros para actualizar su mirada, pero su diagnóstico posiblemente sigue siendo vigente.