Pasan los años y El gatopardo, la novela póstuma de un discreto aristócrata siciliano, Giuseppe Tomasi de Lampedusa, sigue interesando a amantes de la gran literatura y a los académicos de la ciencia política. Leer El gatopardo es hacer un ejercicio de reflexión sobre la historia y la política, en el que las conclusiones pueden ser muy dispares e incluso diametralmente opuestas, pues la obra es mucho más que un relato psicológico sobre la unificación italiana o las consecuencias del desembarco de los garibaldinos en Sicilia en mayo de 1860.
¿Es El gatopardo una excelente guía para entender el último siglo y medio de política en Italia? Muchos periodistas y escritores italianos nos responderían afirmativamente e incluso podrían elaborar una lista de líderes políticos de los más variados colores que no cambiaron nada, pese a sus confesados, y no necesariamente insinceros, propósitos de querer cambiarlo todo: Camilo Benso (conde de Cavour), Giovanni Giolitti, Benito Mussolini, Palmiro Togliatti, Bettino Craxi, Giulio Andreotti, Silvio Berlusconi… La lista podría ampliarse al mosaico partidista italiano actual, pero es de cortesía dejarle el obligado beneficio de la duda, aunque sea por breve tiempo. Con todo, la historia y la política del país transalpino parece estar marcada por el signo de la contradicción, uno de los rasgos de la imperfecta naturaleza humana y que, en el fondo, viene a ser una sabia medicina contra los sueños de la razón, y también de la emoción, productoras de monstruos. Por lo demás, sería injusto asegurar que el gatopardismo es privativo de Italia o del carácter latino. Más allá de los tópicos, se encuentra en todas las latitudes. Un analista internacional debería tenerlo en cuenta y podría valorar estas citas, tan seleccionadas como insuficientes, entresacadas de la historia de don Fabrizio Corbera, el príncipe de Salina.
“Si queréis que todo siga como está, es preciso que todo cambie, ¿me explico?”
Esta es, sin duda, la cita más conocida de El gatopardo, y para muchos la única, aunque no la pronuncia don Fabrizio sino su sobrino Tancredi Falconeri, si bien el príncipe, en medio de su melancolía por el arrumbamiento de su clase social, la acepta y la hace suya. Después de todo, está convencido de que la eterna Sicilia pondrá las cosas en su sitio. Sicilia siempre domestica a los conquistadores y a los reformadores, les inocula su mentalidad de un continuo presente inmóvil. Esto no deja de ser una versión vulgar de aquella frase de Horacio de que Grecia vencida conquistó al bárbaro vencedor romano, pues le infundió una cultura llamada a ser universal. Pero en el caso siciliano, la geografía se vengó con creces de la historia.
Del mismo modo, en los últimos cien años, y sin agotar los ejemplos, los grandes diseños del orden internacional se han caracterizado por cambios espectaculares en las formas, y tampoco han faltado los propósitos mesiánicos. En 1919, el orden de Versalles creó la Sociedad de Naciones para evitar nuevas guerras y cantó las excelencias de la libre determinación de los pueblos, pero los intereses de las potencias siguieron estando en primera línea. Estaban dispuestas si fuera preciso a renunciar a la guerra en sentido estricto, aunque no al uso de la fuerza. Los acontecimientos de la década que precedió al segundo conflicto mundial pusieron de relieve que en el mundo no habían cambiado tantas cosas.
Otro tanto podríamos decir de los tiempos posteriores a 1945, en los que el sistema de Naciones Unidas no era incompatible con la continua pugna, en sus más variadas facetas, de las dos grandes superpotencias en la Guerra Fría. Luego, las ilusiones de cambio se hicieron más intensas en la Posguerra Fría, en la que supuestamente se había llegado al puerto del fin de la historia. Se olvidó una vez más la imperfecta naturaleza humana y el realismo más elemental, al que sería injusto calificar de cinismo. Me viene instintivamente a la memoria una cita del cardenal Newman en su Idea de la Universidad, una recopilación de discursos que siguen siendo muy valorados en el mundo anglosajón, donde afirma que unos instrumentos tan delicados como el conocimiento y la razón humana no resisten a los gigantes de la pasión y el orgullo. De hecho, las ideologías, o quizás sea mejor llamarlas mentalidades, que hoy desafían a la democracia, que pretende ser un templo de la razón, se mueven en esos parámetros. Sin embargo, ni tan siquiera ellas están libres de caer prisioneras de la historia, que tiene muy poco de dinámica, y de acomodarse al inmovilismo del presente, aunque hayan hecho del pasado o del futuro el eslogan para su actividad política.
“El sueño es lo que los sicilianos quieren, ellos odiarán siempre a quienes los quieren despertar, aunque sea para ofrecerles los más hermosos regalos”.
Esta cita me hace pensar en la “exportación” de la democracia, que, en muchos casos se ha quedado en una mera caricatura formalista del original. Es conocido el caso de los países africanos, tras la Guerra Fría. Muchos de ellos pasaron del sistema de partido único al multipartidismo, lo que no era necesariamente sinónimo de democracia. Las estructuras clientelares no desaparecieron, porque, desgraciadamente en muchos casos, son una forma de vida para una buena parte de la población, o incluso un tema de mera supervivencia. Esta situación ha llevado casi a la extinción al golpe militar clásico, que hoy en día la Unión Africana se apresuraría a condenar, pero no ha clausurado las múltiples facetas de los golpes de estado posmodernos, con o sin urnas de por medio, y en ellos los uniformados no desempeñan el papel principal. Resulta trágico que los de arriba, y amplios sectores de los de abajo, estén de acuerdo, por distintos motivos, en aferrarse al inmovilismo y no querer ser despertados de su sueño.
Tampoco quiso ser despertada, por poner solo un ejemplo, la población de Irak. Seguramente no apreciaban demasiado a Sadam Hussein, aunque muchos estaban conformes con las distribuciones de roles e influencias dentro de un variado mosaico étnico-religioso. Acaso preferían la injusticia al desorden, por decirlo con una controvertida frase de Goethe.
“En ningún lugar como en Sicilia tiene la verdad una vida tan breve; el hecho había ocurrido hacía cinco minutos y ya su genuina esencia había desaparecido, enmascarada, embellecida, desfigurada, oprimida y aniquilada por la fantasía y los intereses”.
No cabe descripción más precisa de lo que hoy se llama posverdad. En realidad, no es algo novedoso, pues desde el momento en que impera la ofuscación ideológica o partidista, la verdad es sacrificada en el altar de los mitos. “Decir la verdad es revolucionario” es una frase atribuida a Antonio Gramsci, el comunista heterodoxo, pero el problema de muchas ideologías es que el mito ha terminado por secuestrar a la verdad, e incluso por negar su existencia. En Sicilia, según Tomasi de Lampedusa, se arrojan de continuo paletadas de tierra sobre el ataúd de la verdad. La posverdad de nuestros días hace otro tanto, e influye con fuerza en la opinión pública que, según Pascal, autor muy estimado por el escritor siciliano, es la reina del mundo. Por otra parte, la fantasía y los intereses a los que se refiere la cita de El gatopardo, hacen una buena pareja desde los tiempos de Maquiavelo, el pensador florentino que nunca es mencionado en la novela, aunque su autor se complacía en las alusiones implícitas.
Tras leer El gatopardo, ¿hay que recomendar la resignación o el fatalismo? Nada más lejos. Su filosofía del desengaño, muy propia del barroquismo siciliano, debe de ser combatida por un mayor interés por la realidad cotidiana, aquella que, en apariencia, puede resultar gris o sin interés, pero que está más cerca de la verdad que el ensimismamiento gatopardesco. Es el momento de cultivar nuestro jardín, como decía Voltaire en Cándido, lo que no significa encerrarse sino tener un amplio sentido de la responsabilidad.