La cumbre del G20 que se ha celebrado en Los Cabos (México) ha recuperado algo del espíritu resolutivo que estas reuniones tuvieron tras el estallido de la crisis financiera. Como ya ocurriera con las reuniones de jefes de Estado y de Gobierno del G20 de Washington en noviembre de 2008 y Londres en abril de 2009 (y dejó de ocurrir en las siguientes), el comunicado de Los Cabos es ambicioso y pretende mandar un mensaje de confianza para estabilizar la economía mundial en un momento que se parece peligrosamente a la antesala de la quiebra de Lehman Brothers. En esta ocasión el peligro viene de la crisis de la zona euro en general y de los problemas de financiación (bancaria y soberana) de España e Italia en particular, dos países sistémicos para una euro zona que, a su vez, es sistémica para el mundo. En definitiva, el G20 ha dejado de divagar y se ha centrado en lo esencial: intentar estabilizar la economía mundial. Y es que la cooperación internacional, desgraciadamente, solo se puede materializar cuando todos tienen algo que perder.
Así, esta cumbre, no se ha dedicado a intentar reducir los desequilibrios macroeconómicos globales, que, por otra parte, se están corrigiendo de forma más o menos automática por la apreciación del tipo de cambio efectivo real del yuan chino y la contracción de la demanda en EEUU y otros países con abultados déficit por cuenta corriente. Tampoco ha especulado sobre qué remplazará al dólar como moneda de reserva global, cómo estabilizar los precios alimentarios, cómo combatir el proteccionismo o cómo incrementar los recursos para ayudar a los países en desarrollo. Todos estos temas, que son importantes pero sobre los que es difícil ir más allá de las buenas palabras, han quedado en segundo plano. El mensaje del G20 se ha centrado en explicar que existe una hoja de ruta para estabilizar la zona euro y que, además, se han incrementado los recursos del FMI (hasta más de 450.000 millones de dólares) para poder socorrer a quienes lo necesiten.
La pregunta, sin embargo, es si las buenas intenciones podrán concretarse en políticas concretas. Y las dudas aparecen porque por mucho que el G20 anime a la zona euro a dar los pasos necesarios para resolver la crisis –que pasan por crear una unión bancaria y una unión fiscal que conviertan al euro en una unión monetaria viable como lo es la zona dólar– es Europa (y más concretamente Alemania) quien tiene que cambiar sus políticas. Y si hasta el momento no lo ha hecho a pesar de la presión de muchos de sus socios europeos, no está claro por qué debería de hacerlo porque otros países le digan que sus políticas están equivocadas. De hecho, nada parece indicar que Alemania haya cambiado su diagnóstico sobre la crisis, que sigue girando en torno a que los problemas en la zona euro responden al exceso de deuda pública y déficit presupuestario y, por lo tanto, se resuelven con austeridad fiscal. Más bien, parece que si relaja su postura será porque el tiempo se le está echando encima y tiene miedo de que los mercados fuercen un rescate completo de España e Italia simultáneamente, para el que no hay fondos disponibles (ni siquiera con los nuevos recursos del FMI, que vendrían a sumarse a los de los fondos de rescate temporal –EFSF– y permanente –ESM– de la UE).
Por lo tanto, al igual que durante el año 2007 todos los países miraban impotentes a EEUU, viendo como la crisis subprime se iba complicando progresivamente hasta estallar y generar una Gran Recesión, ahora todos miran a Europa cruzando los dedos para que la UE encuentre una solución a tiempo, conscientes de que son incapaces de hacer demasiado para resolver el problema. Hasta que el euro no deje de ser percibido como un mero sistema de tipos de cambio fijos reversible que puede ser atacado por los especuladores, los países no europeos del G20, con razón, no estarán dispuestos a poner sobre la mesa más que limitados recursos (vía FMI) para mostrar solidaridad pero sin exponerse a perder demasiado. Y en el caso de los grandes países emergentes, que son los que más generosamente han contribuido al FMI en esta cumbre, el objetivo no ha sido sólo de solidaridad responsable, sino que con ello pretenden incrementar su poder dentro de la organización a costa de los maltrechos países europeos que, a día de hoy, siguen teniendo mayores cuotas que las que les correspondería por su peso e influencia en la economía mundial.
En definitiva, la buena noticia es que el G20 ha vuelto a mandar un importante mensaje de confianza y a estar a la altura de lo que se espera de él. Pero la mala es que esto podría no ser en absoluto suficiente. Ahora todos los ojos pasarán a centrarse en el Consejo Europeo de finales de junio, donde las buenas palabras sí que podrán estar acompañadas de medidas concretas.