Una versión de este texto fue publicada el 20/5/2020 en Expansión.
La pandemia del coronavirus está generando una recesión global y sincronizada de una profundidad nunca vista por nadie que esté hoy vivo. A la caída de la actividad económica, que en la zona euro este año seguramente superará el 10%, hay que sumar un colapso de los intercambios internacionales, que la Organización Mundial del Comercio cifra en hasta un 32% en 2020 . Y las cosas todavía podrían ser peores porque nos movemos en un escenario de incertidumbre radical en el que los modelos de predicción son poco fiables y hay cada vez más cosas que podrían ir a peor, desde rebrotes de la pandemia hasta una crisis financiera generada por impagos en la economía real, pasando por problemas de deuda en los mercados emergentes. Si a esto añadimos que la crisis nos coge con instituciones de cooperación multilateral muy debilitadas, que las fronteras están cerradas (y no se sabe cuándo se volverán a abrir), que EEUU ya ha amenazado a China con nuevos aranceles y que es posible que a la crisis económica le siga una crisis política que alimente las tesis nacionalistas, no debería sorprendernos que se esté hablando del fin de la globalización . De hecho, los historiadores no se cansan de recordar que la globalización es un fenómeno reversible. La anterior, la que arrancó bajo hegemonía británica en el siglo XIX y que antes de la primera guerra mundial parecía imparable, se vino abajo por la letal combinación de crisis económica, nacionalismo y conflictos bélicos.
“(…) las cosas todavía podrían ser peores porque nos movemos en un escenario de incertidumbre radical en el que los modelos de predicción son poco fiables y hay cada vez más cosas que podrían ir a peor (…)”
Pero nada está escrito. Cuando la pandemia quede superada, algo que tarde o temprano ocurrirá, la economía se reactivará, las fronteras se volverán a abrir y, aunque subamos con menos frecuencia a un avión y teletrabajemos más, recuperaremos cierta normalidad. De hecho, es posible que el comercio de ciertos servicios, sobre todo los relacionados con el mundo digital, se expanda de forma acelerada.
Sin embargo, lo que en último término definirá la suerte que corra la globalización será en qué medida se produce un cambio en las ideas dominantes entre la ciudadanía, sobre todo, entre las elites políticas y económicas, sobre la necesidad de tener un mundo menos interconectado y con fronteras menos porosas. Y también será crucial hasta qué punto, a la salida de la crisis, el Estado, además de ser más grande y más proclive a regular y recaudar impuestos para cuadrar las cuentas públicas, estará gobernado por individuos más nacionalistas y menos proclives a la cooperación internacional. Y eso todavía no lo sabemos.
Lo que sí sabemos es que, antes de la crisis del COVID-19, ya estaba en marcha un cuestionamiento de la globalización , o más concretamente, de la hiperglobalización de los últimos 30 años, que se abrió con la caída del Muro de Berlín y la hegemonía del modelo de capitalismo anglosajón y redefinió el equilibrio entre el mercado y el Estado a favor del primero, dando lugar a lo que a veces se conoce como neoliberalismo. Este modelo, cada vez más criticado incluso por muchos de sus antiguos partidarios –como Martin Wolf y Larry Summers– por generar demasiada desigualdad, fomentar un individualismo que ha debilitado el sentimiento de comunidad y predicar una igualdad de oportunidades cada vez más inexistente por el vaciado de las bases fiscales tradicionales, quedó deslegitimado por la crisis financiera global y sufrirá ahora un nuevo descrédito al ponerse de manifiesto que el mercado tiene grandes dificultades para responder a situaciones excepcionales e inesperadas. Los ciudadanos reivindicarán, con razón, mayor protección, tanto en términos sanitarios como económicos. Además, las autoridades, independientemente de su color político, considerarán que es necesario tener reservas estratégicas de algunos productos (ahora, por ejemplo, las tenemos de petróleo pero no de mascarillas), depender menos de otros países para bienes y servicios tan diversos como los medicamentos, los componentes de automóvil, las redes de telecomunicaciones o las nubes datos y avanzar hacia una mayor autonomía estratégica, que España sólo puede alcanzar como parte de Europa , nunca de forma aislada.
“(…) lo que en último término definirá la suerte que corra la globalización será en qué medida se produce un cambio en las ideas dominantes entre la ciudadanía, sobre todo, entre las elites políticas y económicas, sobre la necesidad de tener un mundo menos interconectado y con fronteras menos porosas (…)”
Todo esto llevará a cierto repliegue de las cadenas de suministro global, a una repatriación parcial de parte de la producción (utilizando las nuevas tecnologías como la impresión 3D y la automatización), a una redefinición y ampliación de lo que se consideran sectores estratégicos (con el consiguiente bloqueo de algunas inversiones extranjeras), a la nacionalización de muchas empresas que necesitarán ser rescatadas y a un aumento, en el medio plazo, de los impuestos (tanto los tradicionales como algunos nuevos, sobre todo verdes, digitales y sobre las transacciones financieras), para asegurar la sostenibilidad de las cuentas públicas. Todo ello vendrá acompañado por el auge de prácticas hasta hoy consideradas heterodoxas en política económica, desde un nuevo papel para los bancos centrales hasta incrementos en la regulación y el activismo público para poner, en algunos casos, la eficacia por encima de la eficiencia.
Si estos cambios se llevaran adelante con amplios consensos sociales y de forma cooperativa, tanto dentro de los países como a nivel europeo y entre grandes potencias, veríamos una transformación tanto de los anquilosados contratos sociales domésticos como del sistema internacional, que sería perfectamente compatible con el mantenimiento de la globalización, aunque esta sería menos intensa, pero tal vez más equitativa. Esto es difícil, pero posible, ya que los grandes shocks devastadores suelen permitir que se forjen grandes pactos que dan lugar a reformas y transformaciones al aumentar el sentimiento de comunidad y predisponer a las clases medias y altas a pagar más impuestos .
Pero nada asegura que vayamos a seguir ese camino. Si la crisis económica da lugar a un nacionalismo exacerbado, el natural refugio en el Estado y la familia se convierte en xenofobia y la rivalidad entre China y EEUU reaviva las guerras comerciales y de divisas y termina por matar el ya debilitado sistema internacional, entonces sí que podríamos estar ante el fin de la globalización. Esperemos que no sea así porque ni las pandemias ni el cambio climático pueden abordarse sin cooperación internacional.