Han pasado casi dos años desde que el primer ministro británico, el conservador David Cameron, y el ministro principal escocés, el nacionalista Alex Salmond, acordaron la celebración de un referéndum sobre la independencia de Escocia, que finalmente tendrá lugar el próximo 18 de septiembre. Durante todo este tiempo, no ha dejado de discutirse ampliamente sobre los pros y los contras de la secesión pero, a solo seis semanas de la votación definitiva, había despertado grandes expectativas el debate televisado que enfrentó en Glasgow el pasado 5 de agosto al propio Salmond y al líder de la campaña por el No, el laborista escocés Alistair Darling.
El debate fue a la vez apasionado y técnico. Una combinación de adjetivos aparentemente contradictoria que, sin embargo, se ha convertido en una característica de toda la campaña. Es verdad que tanto los documentos publicados hasta ahora por los gobiernos de Edimburgo y Londres como los argumentos esgrimidos desde el mundo académico, periodístico o político –incluyendo el debate de la semana pasada- abundan en cuestiones técnicas, muy especialmente económicas; a saber: si una Escocia independiente podrá mantener la libra esterlina, el futuro de las reservas de petróleo en el Mar del Norte, la pertenencia a la UE, la sostenibilidad de las pensiones, las tasas universitarias, etc. Sin embargo, eso no significa que la dimensión sentimental no haya sido importante. De hecho, de acuerdo a los análisis preelectorales realizados, parece que la mayor parte de los votantes ha fijado su posición por motivaciones más bien primarias; no necesariamente identitarias -pues el patriotismo escocés puntúa alto en ambos bandos- pero sí emocionales en el sentido de apostar o bien por la visión de construir un Estado que supere en calidad al británico (“Yes Scotland”), o bien por confiar en que las distintas naciones del viejo Reino Unido han de permanecer unidas (“Better Together”).
Ahora bien, sucede que ese votante más sentimental ha tomado partido desde hace tiempo y las fuerzas del “Sí” o del “No” se han enfocado entonces hacia esa franja minoritaria, pero relativamente amplia, de escoceses que aun no han decidido qué votar y a los que hay que convencer con argumentación más compleja. El hecho de que sean indecisos significa que, aún poseyendo un claro sentimiento nacional escocés, no es lo suficientemente robusto como para dejar de plantearse si, después de una independencia, estarán mejor o peor en términos de prosperidad y seguridad. Pero, es más, incluso esa pelea por la decisión más racional, más sofisticada se está jugando en cierto modo en el terreno de los sentimientos con constantes apelaciones por unos y otros al futuro de los hijos: una Escocia independiente funcionará mejor y por tanto un buen padre debe votar “Sí” o, al contrario, hay muchos riesgos en la aventura y, en consecuencia, hay que rechazarla para no poner en juego el futuro de los que hoy son niños.
Y ese apasionamiento se retroalimenta por el hecho de que, a poco del día del referéndum, aún queda una importante bolsa de indecisos que supera el 10% del censo. Un número suficientemente elevado como para que no se pueda dar completamente por descontado un resultado u otro. En cualquier caso, la campaña ha durado muchos meses y, en cierto modo, ya está todo dicho. Prácticamente se consideraba que el debate celebrado entre Salmond y Darling era la última gran oportunidad del bando independentista para dar un vuelco a los sondeos que arrojan una ventaja consistente del No”. Sin embargo, el líder nacionalista no obtuvo el resonante éxito que necesitaba y Darling, pese a sus menores dotes retóricas, pudo arrancar un empate o incluso una victoria por la mínima que debería bastar para que en septiembre se confirme el esperado triunfo unionista. El consuelo para Salmond es un ligero aumento reciente del porcentaje favorable a la secesión aunque probablemente no sea suficiente para cambiar la tendencia y compensar la balanza. Apenas hay margen para grandes novedades en este mes y medio escaso, pero no es descartable la sorpresa. En Escocia se bromea con el impacto emocional que podría tener la emisión en la víspera del referéndum de la célebre película “Braveheart” que exalta las hazañas del héroe nacional William Wallace contra la ocupación medieval inglesa. De forma más seria, se especula con un posible efecto “underdog”; es decir, el fenómeno de simpatía hacia una causa que se considera perdedora y que en el último momento recibe apoyos que no han podido ser detectados en las encuestas. En este caso, el trasvase desde el “No” al “Sí” podría darse incluso por parte de detractores de la independencia que, sin embargo, querrían evitar un resultado demasiado malo para la causa nacionalista que pueda humillar a la Escocia autónoma o debilitar su poder negociador dentro del Reino Unido.
Por eso los defensores del “No” a la escisión han intentado evitar cualquier argumentación que pueda afectar al orgullo de los votantes. No podían proyectar la imagen de quien duda de la capacidad de los escoceses de construir un Estado viable o simplemente de quien impide o torpedea la idea. Es difícil ilusionar defendiendo el rechazo a algo nuevo. El contexto de fuertes recortes al Estado del Bienestar impulsados desde Londres, la escasísima simpatía del electorado escocés hacia los conservadores e incluso el lenguaje lo hacía complicado. Y, de hecho, Salmond no ha parado de insistir en que él ofrece esperanza y el otro lado sólo miedo. De ahí el eslogan tan medido del “No, thanks” con el que los unionistas han jugado al final la campaña o las apelaciones positivas al “mejor de los dos mundos” que para ellos supone permanecer en un potente Reino Unido y a la vez disfrutar de amplio autogobierno.
Pero de nuevo, confirmando que los electores acudirán a las urnas ponderando sensatez y sentimiento, lo que interesó más del debate del 5 de agosto tiene que ver con la incertidumbre económica a afrontar por la Escocia independiente. Salmond fue incapaz de dar una respuesta convincente a Darling sobre algo tan básico como la moneda que tendrían en sus bolsillos los ciudadanos del flamante Estado, pues no se atreve a apostar por el Euro y confía en un plan algo peregrino que pasa por convencer a una Inglaterra recién divorciada de seguir compartiendo la Libra esterlina. Algo similar ocurre con la pertenencia a la UE; la otra gran cuestión en donde la causa secesionista ha actuado, primero, con improvisación y, más tarde, con voluntarismo. Ahora el miedo a quedar fuera del Mercado Interior y demás beneficios de la familia europea se combate aduciendo que, al ser el proceso escocés legal y acordado, un hipotético Reino Unido amputado podría patrocinar ante Bruselas y el resto de los socios que el nuevo Estado se convirtiera en 29º miembro de la Unión… seguramente sin los privilegios y exenciones arrancados por sucesivos gobiernos británicos y probablemente en un plazo temporal más lento de lo deseado, aunque tal vez con algún paliativo en forma de estatus transitorio.
Como se puede observar, la manera elegida al final por el independentismo para combatir la gran incertidumbre que genera estos dos asuntos trascendentales -la futura moneda y la adhesión europea- consiste en aspirar a una excelente relación con Londres e incluso a lograr estrecha complicidad. No parece que fuera a resultar demasiado fácil después de haber basado el éxito del “Sí” en presentar al estado británico como insensible al pueblo escocés. Pero es verdad que sería directamente imposible en el supuesto de que la ruptura se produjera de forma unilateral. Esa es, sin duda, una enseñanza a tener en cuenta por cualquier movimiento secesionista que se desarrolle en otros países europeos territorialmente complejos y con identidades nacionales múltiples: si el proceso se realiza en contra del Estado matriz sus probabilidades de éxito se vuelven mucho más remotas. Pero el caso escocés también deja lecciones inquietantes para quienes creen en las virtudes de seguir unidos. El debate de la semana pasada ha mostrado hasta qué punto existe una preocupante distancia entre las culturas políticas dominantes en los respectivos espacios británico y escocés. Tal vez ese problema pueda mitigarse con un nuevo encaje para Escocia que ahora incluso promete el partido conservador, después de que el desconcertante Cameron se negara hace dos años a discutir de mayor autonomía. En todo caso, cualquier estado democrático plural –esa construcción tan delicada que no merece extinguirse en la Europa contemporánea- difícilmente podrá sobrevivir si sigue ahondándose la desconexión mental entre los territorios y si el centro no acierta a ser sensible y hábil para ofrecer un proyecto común inclusivo y atrayente que sea suficientemente mayoritario.