Mientras esperamos a que Donald Trump designe a su equipo de gobierno, para vislumbrar a partir de ahí qué orientación puede tener la política exterior estadounidense en los próximos cuatro años, ya cabe aventurar que el régimen golpista egipcio será uno de los favorecidos por la irrupción en escena del multimillonario presidente. O, al menos, así ha debido entenderlo Abdelfatah al Sisi, que se ha apresurado para ser el primer gobernante mundial en felicitar al próximo inquilino de la Casa Blanca.
Egipto vive una situación interna muy apurada, tanto en el terreno político –con una amenaza terrorista en alza y unos Hermanos Musulmanes que no van a arrojar la toalla definitivamente– como en el socioeconómico –con un modelo insostenible, afectado adicionalmente por un turismo colapsado. Con un déficit presupuestario descontrolado, unas reservas de divisas en plena caída, una visible incapacidad para satisfacer las necesidades básicas de buena parte de la población y un pobre balance en creación de empleo, Egipto necesita imperiosamente ayuda externa para salir del pozo en el que se ha ido hundiendo aún más desde la revolución de 2011.
Hasta ahora, para ir bandeando las tensiones internas, ha apostado por la ayuda prestada por algunos países del Golfo. Tanto Qatar como Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudí se han distinguido en aportar fondos para paliar en lo posible los efectos más llamativos de una crisis que no hace más que ahondarse, en la medida en que no se han aplicado reformas serias de un modelo basado fundamentalmente en el protagonismo de un sector público inoperante, los subsidios como instrumento para “comprar la paz social” y un muy desigual reparto de la riqueza. Pero incluso lo que en principio podía parecer una ayuda no condicionada, enseguida ha enseñado su verdadero perfil, con contraprestaciones como la cesión a Riad de unas islas en el Golfo de Aqaba –soliviantando a una opinión pública que entiende que el país se está vendiendo al mejor postor– o la petición para que El Cairo se involucre militarmente en mayor medida en el conflicto yemení, junto a las tropas saudíes.
Si a esto se une que la caída del precio del petróleo ha hecho que esos apoyos regionales hayan sufrido una notable reducción, mientras que otras transferencias ni siquiera han pasado del estado de meras promesas, se entiende que las autoridades egipcias se hayan visto obligadas a volver la vista hacia el Fondo Monetario Internacional (FMI). Y así, a la tercera, ha ido la vencida. Finalmente, el pasado día 11 el FMI ha anunciado la concesión a Egipto de un préstamo de 12.000 millones de dólares, el mayor realizado en su historia a un país de la región, por un periodo de tres años. De este modo, y con el compromiso de que el primer tramo, de 2.750 millones, se transferirá a lo largo de este mismo mes, se pone en marcha un proceso que pretende asentar la economía sobre nuevos cimientos, orientados a la promoción del desarrollo económico y la regulación de los ineficientes monopolios.
A cambio, Egipto, que no es desde luego un país pobre sino uno en el que la distribución de la riqueza resulta muy desigual, se compromete a llevar a cabo una serie de reformas. Reformas que tienen el común denominador de la impopularidad y que, por tanto, presentan el peligro de que terminen por generar movimientos de protesta que impidan su aplicación y por desincentivar la vital inversión extranjera que idealmente debe acompañar a la apuesta del FMI.
Para lograr la mencionada aprobación del Fondo el gobierno egipcio ya ha comenzado a aplicar algunas reformas, recortando los subsidios a los combustibles, poniendo en marcha una reforma fiscal, que incluye el impuesto sobre el valor añadido, y eliminando el sistema de control de la libra egipcia. Eso último ha supuesto una devaluación de la moneda nacional, aprobada el pasado día 3, que ha pasado de un cambio de 8,8 libras por dólar a 13,65 (en todo caso, aún por debajo del cambio en el mercado negro, donde se cotiza a 18). En resumen, una notable pérdida de poder adquisitivo para los consumidores privados y una complicación añadida para unas empresas egipcias escasamente competitivas a nivel internacional. Y esto es solo el principio de una serie de reformas dolorosas que el FMI impone como condición inexcusable para conceder un préstamo vital para recuperar una relativa imagen de fiabilidad en el escenario económico internacional (aunque diversas agencias financieras estiman que, simplemente para evitar el derrumbe, Egipto necesita no menos de 10.000 millones anuales).
Como reacción inmediata a estas impopulares medidas, y tras el impacto mediático de las declaraciones televisivas de un conductor de los populares tuk-tuk el 12 de octubre –“miras Egipto en la televisión y parece Viena; sales a la calle y parece primo de Somalia”–, ya desde finales del pasado mes se puso en marcha la convocatoria de manifestaciones de protesta para el 11 de noviembre. Sin embargo, lo que parecía en principio el anuncio de unas movilizaciones masivas auspiciadas por Thawret el Ghalaba (Movimiento por los Pobres, tras el que cabe identificar a los Hermanos Musulmanes), a las que ningún otro grupo político ha querido sumarse abiertamente, se ha saldado finalmente con una minoritaria presencia de protestantes en algunas localidades egipcias, entre un masivo despliegue de fuerzas de seguridad que no han dudado en emplear la fuerza para dispersar a manifestantes que nunca han superado los centenares. El régimen parece haber ganado este nuevo asalto, pero nada apunta a que lo mismo vaya a ocurrir en los siguientes, contando con que los efectos de los recortes van a castigar aún más a un alto porcentaje de una población crecientemente frustrada con un gobierno al que ya se le ha agotado prácticamente todo su capital para generar una mínima ilusión de mejora.