Se ha producido otro cambio tectónico en las instituciones de la UE, que puede potenciar y trastocar a la que es la más original de la construcción europea: la Comisión. Al proponer a Spitzenkandidaten para la presidencia de la Comisión Europea, el Parlamento Europeo y sus principales familias políticas dieron un golpe de poder con su interpretación del Tratado de Lisboa. El artículo 17.7 del Tratado de la UE dice que el Consejo Europeo hará una propuesta al Parlamento Europeo “teniendo en cuenta el resultado de las elecciones”, lo que no se corresponde exactamente al candidato de la lista más votada. Pero la mayor parte de los jefes de Estado y de Gobierno lo aceptaron, aunque tras las elecciones del 22-25 de mayo, les entraron las dudas. Finalmente, y con el voto en contra del británico Cameron y del húngaro Orban han optado por nominar a Jean-Claude Juncker, luxemburgués y de la familia democristiana, cuyo Partido Popular Europeo ha llegado en cabeza en las euroelecciones. Ahora, el 16 de julio, tendrá que pronunciarse el Parlamento Europeo.
Es toda una revolución institucional que cambia los equilibrios internos en la UE y que politiza a la Comisión en varios sentidos. Para empezar, estamos ante una elección política que intentar aunar la doble legitimidad, derivada de los ciudadanos y de los Estados, cívica y estatal. Si lo confirma el Parlamento Europeo, Juncker será más dependiente de la Eurocámara, e incluso del Partido Popular Europeo. Pero no será totalmente independiente de los Gobiernos que son los que han de nombrar a los 27 comisarios que han de acompañarle, incluido el nuevo alto representante para la política exterior, aunque será Juncker quién repartirá las carteras. Algunos, como el francés Pierre Moscovici, querrían que también fuera comisario el próximo presidente del Eurogrupo, puesto al que aspira el español De Guindos, para unirlo a la cartera de Asuntos Económicos.
La presidencia del saliente José Manuel Durão Barroso ha sido muy personal. Puede que con Juncker, pese a sus intenciones, lo sea aún más. Aunque es un colegio y las decisiones son colegiadas, su nuevo presidente va a disponer de un plus de legitimidad democrática del que carecen los comisarios. La personalización deriva, además, del gigantismo, del exceso en el número de comisarios: uno por país. Será la última vez. La siguiente, en 2019, contará con sólo dos tercios del número de Estados miembros, a menos –siempre hay salvedades– que el Consejo Europeo lo modifique ante el problema que podría plantearse de falta de confianza de los países medios y pequeños que no tendrían puesto fijo en la institución. El día que haya menos comisarios que Estados miembros habrán cambiado muchas cosas. Lo que ahora plantean algunos es una “clusterización” del colegio de comisarios, es decir, hacer que se agrupen de forma sistemática por carteras conexas, en una Comisión más “en red”, más horizontal y menos vertical. Lo que hará que haya unos comisarios más iguales que otros, es decir, supercomisarios.
En cuanto a las ideas, dirigentes socialistas como Hollande y Renzi habían condicionado su apoyo a Juncker a un cambio en la interpretación de las reglas fiscales y la política económica para flexibilizarlas e incluso avanzar hacia un plan europeo de inversiones. Alemania, donde los socialdemócratas en la coalición gubernamental han apoyado este enfoque, ha aceptado una cierta flexibilidad que se verá lo que da de sí. También la han apoyado otros gobiernos conservadores, como el de España. Veremos qué pasa en el Parlamento Europeo –ahora más complejo en su composición– que insiste en un programa de legislatura del próximo presidente de la Comisión. En todo caso la política no la decide la Comisión, aunque conserve el monopolio de la iniciativa legislativa (de la que sigue careciendo el Parlamento Europeo) sino el Consejo Europeo de Jefes de Estado y de Gobierno. Son ellos, y no Juncker, los que han configurado la agenda estratégica para el próximo quinquenio cerrada en el Consejo Europeo del pasado viernes.
La mayor politización de la Comisión es positiva, para acercar más esta institución esencialmente burocrática al sentido democrático y a los ciudadanos. Pero es una institución que requiere para su buen hacer de independencia y estos cambios la trastocan. Hay carteras, como la de la Competencia, que desde luego, exigen estrictamente esta independencia, y podrían perfectamente estar fuera de la Comisión.
La UE afronta retos muy serios: distanciamiento de los ciudadanos, un bajo crecimiento crónico y una crisis del euro que no ha quedado aún totalmente resuelta. Afrontarlos con éxito va a depender mucho más que de una personalidad como Juncker al frente de la Comisión. Va a depender mucho de los Gobiernos, y muy especialmente del alemán y del francés, este último algo difuminado en los últimos tiempos. Entretanto, Londres ha vuelto a quedar marginalizado, debido a un error más de Cameron. En este contexto, Juncker podrá poco si algunos gobiernos importantes no tiran.